(ES) Un Florero Que Se Rompe// (EN) A Shattered Vase

Un
florero
que
se rompe
RELATOS DE EXINTEGRANTES DE LA
COMISIÓN DE LA VERDAD DE COLOMBIA
Un
florero
que
se rompe
RELATOS DE EXINTEGRANTES DE LA
COMISIÓN DE LA VERDAD DE COLOMBIA
Autores:
Andrés Celis, Nohora Caballero Culma, Sara Malagón, Juan
Gabriel Acosta, Anascas Del Río, María Paula Herrera, AF,
María Valbuena y Daniel Marín López.
Gestión y edición:
Carolina Gutiérrez Torres, Daniel Marín, Carlos Andrés
Baquero, Eliana Hernández.
Traducción
Robin Myers
Diseño e ilustración:
Giselly Mejía
Agradecimientos:
A Kaushik Sunder Rajan, Stacy Hardy y al proyecto
Transperformations, financiado por Neubauer Collegium for
Culture and Society de la Universidad de Chicago.
Este espacio de creación y conspiración colectiva fue

desarrollado por Enramada, un colectivo de creadores de
espacios, y hace parte del proyecto Transperformations, liderado
por la Universidad de Chicago en Sudáfrica y Colombia. Su
propósito es generar “máquinas de respiración” colectivas,
es decir, espacios de creación y conspiración (a través de la
escritura, la música, el teatro y otras expresiones artísticas),
alrededor de preguntas y preocupaciones en común.
Todos los textos e imágenes son propiedad intelectual de lxs autorxs.

Introducción
Eliana Hernández, Carolina Gutiérrez Torres y
Daniel Marín López
“Esto es un secreto de familia”, nos dijo AF al terminar el primer

taller de escritura y, desde ese momento, la frase nos quedó dando
vueltas. Un secreto de familia: una información que todo el mundo
sabe pero nadie se atreve a nombrar, una verdad encubierta, un
silencio que se siente pesado, un tabú que no se puede romper.
Reunimos a ocho personas que trabajaron en la Comisión de la Verdad de Co-

lombia y les propusimos hablar de las emociones que quedaron alojadas en
sus cuerpos después de su paso por esa institución. Muy rápido empezaron
a emerger dolores enquistados, denuncias de abusos laborales, así como las
huellas de un trauma que se enfrentó en silencio y soledad. Y, claro, también
experiencias gratas y hermosas. Al mismo tiempo que encontrábamos un
dolor profundo surgía un deseo, igual de potente, de poner fin al silencio.
Durante cuatro sesiones –doce horas– lxs acompañamos a nombrar esas
emociones, y a registrar ese proceso en la escritura.
Cerca de 800 personas trabajaron durante tres años y siete meses en la ela-
boración del documento más completo y exhaustivo que existe en Colombia
sobre la guerra: el Informe Final “Hay futuro si hay verdad”, que vio la luz el
28 de junio de 2022. Este documento hacía parte de los compromisos que el
Gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC-EP pactaron cuando firma-
ron un acuerdo de paz en 2016. Allí se concertó crear un sistema de justicia
transicional que les permitiera a las 10 millones de víctimas de la guerra
gozar de sus derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición.
Dentro de ese sistema estaba la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad –
CEV: un grupo de personas que debía realizar una investigación a profundi-
dad para ayudarle al país a comprender lo ocurrido en más de medio siglo de
guerra y recomendarle caminos para superar la violencia.
Gracias a ese Informe Final hoy sabemos que el conflicto armado ha dejado
unos 450.000 muertos en Colombia, que el desplazamiento fue la forma de
violencia más extendida y que las mujeres negras fueron el grupo poblacio-
3
nal más afectado. ¿Y qué sabemos de las personas que llegaron a esos hallaz-
gos? ¿Qué pasó con las vidas de quienes dedicaron esos años a escuchar, a
contrastar información, a sumergirse en archivos y expedientes judiciales, a
reconstruir casos, a consolar a las familias de las víctimas cuando se quebra-
ban, a acompañar a los responsables a responder por el daño causado?
Los escritos de este fanzine son un intento colectivo por responder estas pre-
guntas. Podríamos decir, simplemente, que se trató de un taller de escritura
creativa para exintegrantes de la Comisión de la Verdad. Sin embargo, para
las cuatro personas que creamos esta metodología –una poeta, un abogado,
una periodista y un sociólogo–, fue más bien un espacio de experimentación
que nos permitió hacer realidad un anhelo: fusionar métodos y saberes.
Las ocho personas que aceptaron nuestra invitación hicieron el ejercicio de
organizar en palabras su experiencia en la Comisión de la Verdad, guiadas
por la escritora bogotana Eliana Hernández. Nos convocaba la escritura. Y
los medios para llegar a ella fueron la respiración, el diálogo, la lectura, la
escucha y la experimentación.
Escribimos para alojar a los muchos otros que nos habitan, y para crear
un espacio en el que eso que se resiste, o que ni siquiera conocemos, pueda
manifestarse. Abrir estos espacios de creación requiere reconocer que la
escritura también es un acto de escucha profunda. ¿Cómo narrar –y así, darle
sentido– a lo que vivimos? ¿Cómo librarnos de esa idea de “escribir bien” y
ver la escritura, y el espacio en blanco en la hoja, como un campo infinito de
posibilidades? ¿Cómo desterrar el lenguaje burocrático o, ya que lo conoce-
mos muy bien, cómo usarlo para decir otra cosa?
Después de una de las sesiones, la poeta sudafricana Stacy Hardy, que nos
acompañaba, nos ofreció una respuesta hermosa –quizás incompleta– a lo
que estaba surgiendo de nuestros encuentros. Este espacio nos estaba mos-
trando que la transición habita también allí, en los cuerpos de las personas
que trabajaron por ella, en quienes experimentaron estos sentimientos que
afloraron durante y después de los procesos de justicia transicional. Por eso
queremos pensar que este espacio fue una respiración en conjunto hacia un
sentir complejo que resignifica –o invita a resignificar– todo el proyecto tran-
sicional. Es, también, un llamado a romper el florero de los silencios para que
ese tránsito sea justo y cuidadoso con quienes lo están haciendo realidad.
4 un florero que se rompe

El incidente del florero de Llorente ocasionó el levantamiento del pueblo neo-
granadino frente a la dominación española y las revueltas que culminarían
en la independencia de Colombia.
5
Sín título
Sara Malagón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Serpiente
Anascas Del Río . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
El mar
Sara Malagón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
Densidad progresiva
María Valbuena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
Vientos de agosto
Andrés Celis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18
Con el tiempo
Juan Gabriel Acosta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
La visita
María Paula Herrera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
Llamamos a sanar
Daniel Marín López . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
Sín título
María Paula Herrera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
El parche del salón

Nohora Caballero Culma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
Respirar
AF . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
Colofón
Autores
7
Cuatro semanas después de que comenzó el encierro, recibí la oferta de trabajar
en la Comisión de la Verdad. Fue un salvavidas angustiante, pero salvavidas al
fin. Navegando sobre las pequeñas y grandes muertes, estaba a punto de penetrar
en las más terribles, las que han empedrado nuestra historia. Las cosas no siem-
pre salen bien porque el mundo no es justo, y la gente seguirá muriendo por el
virus y por cosas peores, pensaba entonces, adentrándome en esa otra oscuridad
sin entender lo que estaba por mostrarse.
El hilo de todo esto es no haber entendido, no entender nunca, el presente de

las cosas. O su magnitud en el presente. Es un saber rotundo aquel de que en el
presente absoluto no hay luz ni sombra. En el presente absoluto las cosas son,
aparecen, pero el tono de la oscuridad es poco claro. La consciencia de ello, la
densidad de la negrura, sólo viene después.
Sara Malagón
9
Serpiente
Anascas Del Río
Clara soñó que se miraba al espejo y no se reconocía, su rostro estaba defor-

mado, no podía distinguir sus ojos, su boca, su frente, ni siquiera su mentón.
Se levantó confundida. Fue hasta la cocina sin ganas y puso la jarra del café
en la estufa, pero no encontró el encendedor. Después de buscarlo por todo el
apartamento, resultó que estaba sobre el escritorio, justo al lado del libro que
dejó el día anterior cuando la venció el cansancio, después de trabajar hasta
la madrugada.
Regresó a la cocina, encendió el mechero y lo acercó al fogón. Cuando abrió

la llave del gas vio algo moverse repentinamente en uno de los fogones. No
reconoció qué era, pero por instinto retiró la mano. ¡Una cucaracha! Tiró el
encendedor y salió rápido de la cocina. Olía a gas, olvidó cerrar la llave, pero
no quería volver; tenía impresión, le temblaba todo el cuerpo.
Trató de calmarse, pero empezó a sentir un vacío en el estómago. Más pre-

sión. Una idea recurrente: la serpiente que se muerde la cola, la circularidad
del conflicto. Regresó al escritorio y tomó el libro, leyó el título “No matarás”,
de la Comisión de la Verdad de Colombia. Volvió, como tantas veces en los
últimos días, a la introducción:
“Casi todas las guerras, sean conflictos internacionales o internos, tienen un

hito que marca su comienzo: el disparo contra un archiduque, la invasión de
un territorio, un florero que se rompe, una palabra de agravio, y así”.
Volvió a sentir la presión, esta vez en el pecho. Se sentó en la silla del escrito-
rio, puso las manos sobre sus rodillas, cerró los ojos, respiró profundo y deci-
dió aceptar las sensaciones, no rechazarlas porque cuando lo hacía se volvían
más fuertes, casi insoportables. Quería entender, por fin, qué pasaba con ella,
por qué tanta ansiedad, por qué las pesadillas, por qué el rostro deformado.
Esta vez, Clara quería ver la herida, abrazarla para poder transmutarla. Ir de
la herida a la posibilidad, como en la exposición recién inaugurada sobre el
legado de la Comisión de la Verdad, que hablaba del paso de una Colombia

herida a una Colombia posible. Esa herida de país que se volvió su honda y
propia herida. Una punzante lanza en el costado.
Clara pensó que esta vez quería mirar a los ojos el dolor y atravesarlo. Pero
no sabía lo que estaba invocando, se lo imaginaba como un monstruo de mil
cabezas. ¿Había otra manera de enfrentarlo en la que no tuviera que mirarlo
a los ojos?
Los siguientes días la ansiedad fue creciendo, apabullante. ¿Por qué abrió
esa caja de Pandora? Tantas historias que se habían alojado en lo profundo
de su inconsciente… Tantas imágenes, olores, sensaciones que asociaba a las
historias que había escuchado en los últimos años, apiñadas en su memoria.
Vinieron los ataques de pánico. Uno tras otro. Insomnio. Más ansiedad. Des-
pués, la depresión. La falta de ánimo, no le encontraba sentido a nada.
¿Qué podía hacer? Ya no tenía fuerza para seguir respirando y mirando hacia
adentro.
Pero sabía que la salida no estaba afuera. Tenía que seguir profundizando,
tenía que entender.
¿Cómo podía transitar esa oscuridad sin esclarecer?
Quería poner luz en la sombra.
Recorrer las formas de esa serpiente que se había alojado en su propio

cuerpo.
Volver a la cocina, enfrentar a la cucaracha.
Apagar el gas.
11
El mar
Sara Malagón
Los ojos
restregados
el frío
el agua
el dolor
en el pie izquierdo
en la cabeza
Agua y arena.
Sentado
con el mar a cuestas
frotándome los ojos
no quise llorar más.
Hablo
conmigo
del descanso
hablo
con las lágrimas
de no querer más.
El agua
refrescó mi cuerpo,
el frío
me sacudió.
Me desperté
del letargo de lo triste.

Contemplé el mar
tranquilo
y le di la espalda.
Quería escucharlo.
13
Densidad progresiva
María valbuena
Adela trabajaba en un edificio del centro de Bogotá. La entrada quedaba

sobre la Avenida Jiménez con carrera 9, a dos cuadras de San Victorino. Eran
cuadras atestadas de gente, carros, buses, tiendas, bancos; era el centro de
la ciudad, todos los colores de las cosas se mezclaban sin propósito desde el
suelo hasta el tope de los edificios. Se sentía el caos. El barullo de voces y peri-
foneos de ese ajetreo se colaba por los grandes ventanales de la construcción
a la que Adela entraba todas las mañanas, de lunes a viernes.
Casi siempre estaba en el tercer piso, un espacio amplio y luminoso que

podía escanear, casi por completo, desde su escritorio en la primera línea de
mesas. Amaba su puesto al lado de la ventana, no le daba el rayo directo del
sol por las tardes. Desde ahí veía a una parte de las decenas de investigadoras
e investigadores que, como ella, estudiaban la guerra en Colombia todos
los días. Se podían ver, como suricatos, levantando sus cabezas sobre las
pantallas; tenían conversaciones con las miradas, se hacían compañeros y
amigos, trababan afinidades y complicidades. Le gustaba subir todos los días
al sexto piso. Era parte de un grupo que, en una oficina más pequeña pero
igual de luminosa, pensaba cómo hablar de la guerra desde las voces que han
sido silenciadas.
Los primeros meses se sintió como pez en el agua. La luz que abarcaba ese
espacio era el líquido que le permitía respirar todos los días. Pero ese líquido
se empezó a hacer espeso con cada nuevo relato, con las noches en vela, con
una presión sofocante.
*
Adela salió de la oficina y caminó a su casa en Teusaquillo. Cuando tomó la
carrera 19 en la calle 37, avanzó unas casas y desde afuera miró su aparta-
mento en el cuarto piso. Lloró. No entendía qué le pasaba. “¿Por qué me hace
llorar ver mi casa? Estoy exhausta”, pensaba, nunca había llorado de cansan-
cio. No estaba triste, no tenía rabia, estaba irremediablemente agotada.

Durante la pandemia los ventanales del edificio de la Jiménez con novena
fueron reemplazados por los de su apartamento en Teusaquillo. Siempre
ha buscado la luz y por eso, con una de sus mejores amigas, escogieron ese
lugar con vidrios de techo a piso para vivir juntas. A pesar de todo, logró
mantenerse a flote varios meses. La vida es buena en una casa de amigas con
dos gatos. Pero la cotidianidad fue invadida, en parte, por entrevistas en las
que contenía emocionalmente, a través de la pantalla, a mujeres entristeci-
das por la memoria. Al finalizar las videollamadas debía reponerse sola, para
poder seguir. El trabajo se extendía hasta las 10, 11, 12 de la noche y los días
empezaban a las 6 am para lograr escribir. Cuando podía, hacía yoga y de in-
mediato se sentaba frente al computador; tenía reuniones, talleres y entrevis-
tas todo el día, y cambios constantes en lo que debía hacer: construir casos,
armar patrones de violencia, entregar hallazgos, escribir sobre paramilitaris-
mo, leer y releer los testimonios de la guerra contra las mujeres, coordinar a
sus compañeras, armar sus propios textos. Sentía que una roca cada vez más
grande se posaba sobre sus hombros, mientras que el tiempo iba en la carrera
contraria, se hacía ínfimo, amenazante.
*
Adela se cambió de casa. Fue imposible clasificar sus cosas, tirar lo viejo y
reordenar su vida para llevarla a un nuevo espacio. La omnipresencia de la
Comisión le zumbaba en los oídos cada día, cada hora, cada minuto. Tomaba
todo su aire, la asfixiaba. Se ve embutiendo todo en cajas. “¿Esto estará
vencido? no importa, lo meto y después reviso”. Llega el señor del camión,
mientras suben cajas ella termina de meter cosas en bolsas, en desorden.
*
Las cajas duraron meses en la sala sin abrirse. Sólo organizó el estudio, casi
que vivía ahí. Iba a la cocina caminando entre el laberinto de cosas empaca-
das. Algunas veces, acomodaba por partes, de nuevo, sin revisar lo que había
en las cajas. La desesperación del desorden solo la impulsaba a despejar el
espacio y ver “las cosas en su lugar”, un lugar que todavía no tenían.
Escribir, sacar el capítulo, organizar al equipo, armar todo.
El día de su cumpleaños preguntó si podía faltar una parte, una sola parte,
de todo lo que había consolidado. “No, lo tienes que entregar hoy”. Puso su
celular en modo avión para no recibir llamadas. Sólo pudo celebrar que esta-
ba viva a las 9 de la noche. Luego supo que en verdad había más tiempo para
terminar de escribir. Por esos días le dolía el cuerpo, la espalda, no se podía
agachar. Se ponía inyecciones para el dolor.
15
Leía una y otra vez cuerpos de mujeres maltratados, violaciones en grupo,
palabras que se convirtieron en dagas: perra, marica, negra, cómplice. Ropa
rota, hijos llorando, hijas viendo, soledad, huida, desesperación, angustia,
ganas de vomitar. Salió del estudio, prendió una vela por la jueza descuarti-
zada y desaparecida; la lloró, le habló y la abrazó. Miró por la ventana. Lloró
un poco más. Se secó. De nuevo la pantalla, el horror y la exigencia; el tiempo
que decían que ya no quedaba, la soledad de la escritura. Eran las 10 pm, un
poco más, 11 pm, le dolía la espalda, tenía que parar.
Semanas de escribir, hablar con todas por WhatsApp o celular porque no se

veían, hilar, ordenar. Después de las revisiones, recuperar párrafos interve-
nidos en color rojo con frases interminables donde no hay ni comas. Uno de
esos días, el estómago le dijo a las 3 pm que comiera algo. Pidió un domicilio,
anhelaba unas papas a la francesa, no llegaron y no lo podía creer, lloró des-
esperada, no lo soportaba, llamó al servicio al cliente. Fue la pequeña hebra
por donde se rompió el tejido. No podía más con su vida, con esa vida, no le
ve sentido a existir así.
*
Su psicóloga quedó atónita con la confesión que le hizo, inundada de llanto:
estoy muy triste y angustiada todo el tiempo. Mi vida no tiene sentido, pienso
en mi muerte y no me parece una mala idea, y al mismo tiempo eso me da te-
rror. Grité a la de servicio al cliente, no soporto a nadie y no veo a nadie, solo
salgo al mismo restaurante en donde siempre sigo chateando con la gente del
trabajo mientras como algo.
Ella le dice: “no puedes más”.
Diagnóstico: síndrome de burnout y estrés postraumático. El psiquiatra parti-

cular reafirma: síndrome de burnout y estrés postraumático. La psiquiatra de
la EPS: trastorno mixto de ansiedad y depresión. Impresiona burnout. Posible
causa: laboral.
*
“Debes enviar la incapacidad. Te vamos a descontar el 40% de tu sueldo
porque es incapacidad general”.
“Pero si estoy enferma por el trabajo”.
“Eso habrá que demostrarlo. Mejor dicho, mientras más te sigas enfermando,
más te sigo descontando”.
Lloró. Le sugirieron que se estaba haciendo la enferma, quedó atónita. Le

había empezado a doler el brazo izquierdo, pensó que se iba a morir. Le
enviaron correos electrónicos con guías de cómo reportar la incapacidad. Sólo
podía responder que no se sentía capaz de leer un correo más y menos una
guía, que alguien le ayudara.
***
Quería escribir la historia de una investigadora de la Comisión de la Verdad
que logró subvertir el orden de los acontecimientos que la llevaron a enfer-
marse haciendo su trabajo. Empecé describiendo la atmósfera de la oficina
en el centro. Lo luminoso que era el tercer piso y su puesto de trabajo, que le
encantaba. Describí ese entorno y la cantidad de gente increíble que trabajó
por el sueño que era el Informe Final. Esa atmósfera es fundamental porque
habla de unos primeros días de sosiego, complicidades y esperanza. Luego,
solo pude lanzar imágenes, los primeros chispazos de su deterioro emocional
y los momentos críticos que la desencajaron por completo. Con esas imáge-
nes quiero narrar la densidad progresiva de sus días, de su opacamiento, de
cómo la luminosidad del comienzo se tornó en un líquido espeso en el que
le era cada vez más difícil moverse, aunque siguiera con todas sus fuerzas
haciéndole resistencia. En varios de esos momentos quiero imaginar una re-
belión colectiva, personal e incluso mental. Trato de recrear algún escenario
alternativo en el que ella no trabajó hasta las 9 pm el día de su cumpleaños
por un texto que luego tuvo meses de ajustes. Me la pienso irreverente di-
ciendo que NO podía, NO alcanzaba, NO lo iba a entregar en la fecha exigida.
Me imagino su separación psicológica de esa meta colectiva que se volvió
personal, también imagino que cuestionó su propio compromiso y detuvo su
entrega desmedida, y que se distanció de las tantas voces que adentro y afue-
ra de la Comisión exigían ese resultado histórico. Pienso cómo podría haber
derribado los muros de su casa-cárcel para salir a caminar y a tomar el sol en
vez de quedarse horas interminables leyendo el horror al que sometieron a
mujeres como ella. Trato de inventar huidas para que su cuerpo no fuera he-
rido cada vez que leyó la tragedia en otros cuerpos y en los de sus hermanas.
Sueño más viajes para ella y sus compañeras que escribían todos los días.
Me la imagino pintando, abstrayéndose, huyendo física y mentalmente de
la tragedia. Alcanzo a sospecharla respondiendo con ira y alevosía. Pero no
puedo. No he podido ficcionar esta historia. La verdad es que esa investigadora
pasó días terribles de miedo y llanto al ver sus capacidades intelectuales en
cero, al no poder concentrarse, no poder escribir, una de las habilidades que
más orgullo le producían. Duró un año sin poder trabajar y aún hoy no puede
contener el llanto frente a cualquier breve relato de la violencia.
Su rebelión empezó cuando cayó al piso.
17
Vientos de agosto
Andrés Celis
Habíamos pasado seis horas en una celda de tres metros por tres. Tem-
blábamos, el frío que corría bajando del Sumapaz y que chocaba contra los
muros de la cárcel nos tenía congelados.
Al pasar por el último filtro de seguridad de la salida, Alfredo me dijo que

mirara las nubes y me preguntó: “¿sabes por qué están de esa forma?”. “No,
no sé. No tengo idea ¿por qué?”.
Cuando me preguntó lo único que logré identificar fue una pincelada blanca
sobre el azul claro que cubría el cielo.
“Los vientos de agosto”, respondió. “Cuando los vientos hacen cruces de aire
caliente y frío, por este mes, ocurre ese fenómeno. Esa pintura que ves, las
nubes corriendo, delgaditas. Es eso”, concluyó.
La mañana había sido tensa. Habíamos estado en la cárcel La Picota, en el

pabellón de extraditables, hablando con un antiguo integrante del secreta-
riado de las FARC. Paradójico o no, lo que nos desgastó no fueron los temas
de conversación, ni las miradas ofensivas cuando nos contra-preguntaba
por el narcotráfico en las filas de la guerrilla comunista. El agotamiento que
sentíamos en el cuerpo era por las mismas condiciones de la cárcel y la nula
disposición de los guardias del INPEC1 para dejarnos entrar.
Apuntes y apuntes en cuadernos personales de los guardias; huellas sobre

las minutas de cada uno de los filtros. Perros antiexplosivos a nuestros pies,
requisas a los zapatos.
Recuerdo que dije: “parecemos nosotros los convictos ¿no?”. Alfredo sonrió
–por primera vez durante toda la mañana-, me volteó a mirar y dijo: “a ver si
por andar de pajarraco nos dejan acá metidos”. Pronto se volvió a incomodar
y preguntó: “¿no hay manera alguna de que estos sepan que soy magistrado y
no me toquen?”. Apenas terminó la pregunta el dragoneante encargado de la
1 INPEC: Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario de Colombia.

requisa le devolvió el par de tenis Converse rosados. Los solía usar todos los
viernes.
Mientras me quitaba los tenis sonreía; miré a Alfredo y le dije que segura-
mente era un magistrado tan “cool” que los guardianes no entenderían por
qué no estaba de traje y corbata, usando zapatos en vez de tenis y unos lentes
normales en lugar de unas Ray Ban oscuras. “Yo creo que tienes pinta es más
como de rockero”, le dije.
Tras acabar con las requisas y pasar al patio de extraditables, entramos a la

celda, había dos sillas y una lámpara dañada que titilaba cada dos por tres.
Alfredo estaba cansado, me pidió que le buscara un tinto. Al momento se
acordó que estábamos en la cárcel y me dijo que mejor no, que a la tarde.
Yo estaba entretenido. Los presos nos miraban con sorpresa. A varios les
respondí el saludo, a otros los saludé y no me respondieron. Así es el día a día
en el patio: esperar visitas de abogados, curas o gente inusual, como nosotros.
Pero la única visita que en realidad esperan es la del fin de semana, la visita
familiar o conyugal. En este patio, sobre todo, es de las más apetecidas. Hay
rayas en esfero y lápiz sobre la mayoría de celdas: un contador de días que les
sirve para esperar a sus familiares. Nunca saben cuándo será la última vez,
pueden ser extraditados sin previo aviso.
Nuestro entrevistado llegó cantando, silbaba un vallenato de Escalona.

Se veía tranquilo. Ya nos conocíamos de atrás, de La Habana y del trabajo
adelantado antes de caer en prisión. El hielo se terminó de romper cuando
Alfredo le preguntó al entrevistado si se sabía una canción de Leandro Díaz.
Hubo risas.
La cárcel nos despidió con un grito de “¡Libertaaaad!” que un recluso del

pabellón D gritaba a todo pulmón desde la pequeña rejilla de su celda.
Alfredo me dijo que mirara las nubes…
19
Con el tiempo
Juan Gabriel Acosta
Mientras escuchaba a las maríamulatas revoletear, mientras la brisa de

la tarde arrastraba el olor a tierra mojada y una señora al final de la calle le
gritaba a un pelaíto que llevaba toda la tarde tirando balón con otros niños,
para que se fuera a bañar; recordaba que hacía un par de años no era posible
ver una imagen así, el sol poniéndose, la calle tranquila, los niños siendo
niños y las familias reunidas frente al televisor y comiendo arroz, carne guisá
y un par de tajadas amarillas.
“Estamos en pie de lucha. Les llegó la hora a los M@lpAr1d0s guerrilleros,

informantes, líderes comunales. No los queremos. Son objetivo militar”.
Teníamos que recogernos, como las gallinas, al caer la tarde. Si en el día

llegaban noticias de alguien encontrado en alguna zanja, no podíamos llorar,
había cosas más urgentes. Las nueve noches eran gemidos que se ahogaban
luego de un par de minutos, mientras una a una se apagaban las luces en las
casas de la cuadra, así como las vidas en el pueblo se extinguían.
“Después de las 6 de la tarde nadie debe estar en las calles. Quien sea encon-
trado será dado de baja”.
La mamá corriendo, el niño detrás y el papá tratando de meter todo en una

maleta para salir cuanto antes. No importaban los cultivos, los animales o el
rancho de bareque y palma que había que revocar. Lo material se recupera,
la vida no. La prima en medio del agite llamando a la tía que nos iba a recibir
un par de días, que luego se convirtieron en años y después en una vida
totalmente distinta.
“Llegó la limpieza social. Muerte a maricas, putas, ladrones, drogadictos.

Tienen 48 horas para dejar el pueblo”.
A Pipe lo pusieron a pelear en un ring improvisado en el parque con Alejo,

que porque así le iban a corregir sus mariconerías. A Sandry la obligaron a
tener un hijo del Comandante para que aprendiera a ser mujer. A Palacio se

lo llevaron que porque era negro y estaba hecho para aguantar el trote de la
vida en el monte.
“Liberaremos a Colombia de todos los indeseables. No descansaremos. Aquí

estamos y aquí nos quedaremos”.
Muchas personas se fueron para no volver y quienes resistieron lo hicieron

a costa de hacer como si no pasara nada. Era tan insoportable la guerra que,
en esos momentos, el silencio fue el mejor aliado. Enfrentar el dolor de la
separación, el duelo por las ausencias, por lo que pudo ser y no fue, no ha
sido fácil. Es una herida que necesita tiempo para sanar.
“Oye, Juancho, deja de ver cómo doña Mirta regaña a los pelaos. Mira que
están regresando de pescar. Vamo´a la playa´a ve”.
21
La visita
María Paula Herrera
Los días de activismo social con amigxs le parecían lejanos. María venía
de soñarse una paz que ignoraba la violencia, de mamertiar feliz, marchar,
hacer pedagogía en la universidad, visitar a los excombatientes en sus terri-
torios. Antes veía el futuro con esperanza, pero ahora estaba enfrascada en el
pasado violento de su país.
Se culpó por su ingenuidad.
El llamado
Nueve de la mañana, María está en clase de italiano, no está prestando aten-

ción. La profesora explica cómo conjuntar el verbo Essere. Empieza a dibujar
en su cuaderno cuando le llega un mensaje de una amiga de la universidad:
“María, mi profesor de semillero de investigación está buscando voluntarios
para trabajar con la Comisión de la Verdad, ¿te interesa?”. María no lo puede
creer, sale corriendo de la clase y le responde que SÍ, sin pensarlo. Se siente
afortunada y agradece al universo por la oportunidad. A los pocos días, está
en el piso ocho del edificio, en una reunión donde le explican a 14 univer-
sitarios que su labor los próximos meses será sistematizar testimonios de
tortura. Les indican dónde encontrar las fuentes secundarias y les agradecen
sin mayor advertencia sobre lo que va a implicar el ejercicio. Así empezó todo.
Ese día todo cambió.
Cuatro de la tarde, María baja a distraer la cabeza después de estar todo el día inmer-
sa en relatos violentos. Hace frío, lleva su abrigo impermeable azul, listo para cubrirla
de las lluvias repentinas de su ciudad. Sale del edificio, con miedo, una sensación que
empezó a sentir desde que comenzó a trabajar allí. Va media cuadra caminando sin
rumbo, quería respirar y tal vez comprar un dulce. De repente ve en el piso una palo-
ma, decapitada, llena de sangre. Grita. La gente la mira y ella se devuelve a la oficina.
No está segura de si lo que vio es real o su cabeza se lo inventó. Aún no lo sabe.

2
Tres de la tarde, lleva horas sistematizando testimonios, sin parar. Con toda
su atención trata de llenar cada cuadrito del formulario que le pasaron,
detalla la información, hace observaciones. Siente que no puede parar, le da
miedo parar, le da miedo que algún nombre quede olvidado por su culpa. No
sería justo. Sus compañerxs de oficina vuelven de almorzar. Ella los juzga, no
entiende por qué toman pausas. Se acerca uno de ellos y le dice que pare, que
descanse, que coma. Se resiste, pero al poco tiempo cede sin hablar, con los
ojos tristes y sin energía. Cuatro días después, María tiene su primera cita con
una psicóloga por recomendación de ese mismo compañero. Por primera vez
en su vida, sentía un dolor intenso en el pecho; le dolía, incluso, la sensación
de la ropa encima. No llevaba más de tres meses haciendo su trabajo. Sentía
que estaba cumpliendo su misión.
Siete de la mañana, María está paralizada en el piso. La noche anterior había

visto una serie, su favorita del momento. Sin aviso, la serie se tornó violenta,
ella ya sentía que algunas escenas la afectaban pero, nuevamente, no pudo
parar. Pensó que si veía en la serie lo que leía en los testimonios, tal vez los
iba a entender más…
María se levanta asustada, no sabe qué hora es, quiere moverse, pero su men-
te le recuerda lo que vivió a través de una pesadilla en la que la torturaban.
No fue ni la primera ni la última pesadilla que tuvo que soportar.
Son las once de la noche, decide parar un rato para bajar a su perrita al
parque. Lleva horas revisando una base de datos que fue el resultado de la
sistematización de testimonios de un par de muchachxs universitarios. Hay
cientos de registros. Hace meses se da cuenta de que su memoria ha “mejora-
do” significativamente porque lo que lee, no se le olvida. Sale del edificio de su
conjunto y cuando vuelve, cierra la puerta de vidrio de la entrada. Camino al
ascensor siente y escucha que alguien golpea la puerta. Verifica, no hay nadie.
Ella lo entiende: la están visitando. Alguien que conoció a través de aquellos
23
testimonios está ahí. Durante semanas, cada noche que saca a su perrita,
pasa lo mismo. No los ve, pero los siente.
Hace un mes María terminó oficialmente su periodo en la Comisión. Es julio

del 2022. Se siente destrozada. Son las diez de la mañana de un sábado, se
encuentra nuevamente en ese viejo edificio del centro, esta vez no como
trabajadora sino como voluntaria. Su nueva labor: difundir el Informe Final
que ayudó a escribir. En medio de una actividad, en la que leían un libro de
pedagogía, tiene que salir corriendo; no puede respirar, está temblando. Al-
gunxs amigxs salen al poco tiempo para acompañarla; le dan un dulce, agua,
la abrigan. Dos de ellos, le dicen que está teniendo un ataque de ansiedad.
María se negaba a verlo.
El acontecimiento
María está sola en la clínica Shaio, es agosto, va de urgencias por un dolor

profundo en el pecho, piensa que tiene algún problema cardiaco, le pide a la
doctora que revise su corazón. Le hacen un electro, todo anda bien. Después
de muchos avisos, tiene que aceptarlo: el dolor la enfermó.
Ya no le agradece al universo; le pide ayuda. Ya no tocan a la puerta.

Llamamos a sanar
Llamamos a sanar el cuerpo físico y simbólico, pluricultural y pluriétnico que

formamos como ciudadanos y ciudadanas de esta nación.
[¿Y quién me llamó a mí?]
Cuerpo que no puede sobrevivir
[Pero yo sí lo sobreviví, y soy cuerpo]
con el [ ] infartado en el Chocó,

los [ ] gangrenados en Arauca,
las [ ] destruidas_ en Mapiripán,
la [ ] cortada en El Salado,
la [ ] vulnerada en Tierralta,
las [ ] de los ojos vacías en el Cauca,
los [ ] despedazados en el Urabá,
el rostro [sano] en Machuca,
los pulmones [inspirados] en las montañas de Antioquia
y el alma [re-hecha] en el Vaupés.
[¿Y por qué?]2
2 Intervención del autor a fragmentos del capítulo “Convocatoria a la PAZ GRANDE” del
Informe Final de la Comisión de la Verdad.
25
Hay un antes y un después de la Comisión.
Y entre ese hueco de tiempo, yo fui una vasija.
Me fui llenando de historias, de nombres, de lugares y fechas, de dolor.
La vida no cambió en un instante: fue cambiando lentamente, en silencio,
casi que sin darme cuenta…
Los días empezaron a sentirse pesados.
Y el trauma fue dando señales tímidas, inconscientes, hasta tocarlo todo.
Todo lo contaminó.

El parche del salón
Nohora Caballero Culma
Estaba nuevamente en Bogotá; llegaba desde el suroccidente de Colombia,

desde el Cauca. ¡Venía a vincularme a la Comisión de la Verdad! Además,
como parte del equipo étnico sentía que seguía el legado de mi familia: la lu-
cha por los derechos de los pueblos indígenas. Mi mamá, una pijao de Lomas
de Ilarco (Coyaima-Tolima), comunidad que en los años 70 y 80 del siglo XX
recuperó sus tierras; mi papá, un administrador de empresas de la Universi-
dad Nacional, que se unió a la lucha por la tierra del CRIT (Consejo Regional
Indígena del Tolima) y del Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL), la
guerrilla indígena que se creó entre el Cauca y el Tolima para proteger a las
comunidades del accionar de los Pájaros y de las FARC-EP. Mi papá llegó allí
como “Ciro Tique”, designado como el vocero de paz en la mesa de negocia-
ción con el Estado que llevó a la desmovilización de este grupo armado el
31 de mayo de 1991 en Pueblo Nuevo (Cauca). Nuestra familia se quedó en
el Cauca, al lado del CRIC. Mi infancia transcurrió entre mingas, marchas,
asambleas, huidas de la policía, debates, sueños de un país para las mayorías.
Sentía que en la CEV continuaba un legado gestado en luchas históricas de
mi pueblo y de mi familia.
Recuerdo feliz ese momento. Ahora que lo pienso, lo recuerdo así porque en
ese tiempo estaba Él. Aunque este trabajo me alejaba del Cauca, mi papá
hacía parte del mundo y estaba orgulloso de mí. La primera reunión fue en la
calle 72. Cuando llegué ya había grupos conformados, los vi como gente co-
nocedora de todo, personalidades de las que había escuchado y en otros casos
leído; todos hablaban, yo me concentré en escuchar. Yo era del equipo étnico
pero no estaba en la Dirección de Gestión del Conocimiento; no conocía a na-
die, así que también era un reto encajar. Mis papás me llamaban seguido y yo
les contaba anécdotas: “papi, conocí a Teófilo Vasquez, parece bravo, pero me
dijo que lo conocía y me contó una anécdota con usted, me la contó riéndose”.
Poco a poco nos fuimos haciendo compas o, mejor, un parche, porque más
allá de los mandatos, los ejes, las metodologías, había momentos para hilar
entre nosotros; arañitas que nos íbamos encontrando, formando telares que,
sin parecerlo, a la larga nos ayudaron a resistir, a sostenernos.
27
Una de las primeras situaciones en que nos juntamos fueron los almuerzos.
El almuerzo: el momento para no ser conocedores de todo, sino para contar
qué pensábamos de nosotros, de lo que íbamos a empezar a hacer. Varios
de los que nos juntamos al mediodía estábamos en una misma oficina;
yo le dije a Mars que no sabía por qué estaba en otra sala, que viniera con
nosotros. Ahí se fue armando un primer grupito, con quienes nos fuimos
haciendo más amigos e hicimos el chat “El parche del salón”. Nombramos a
esa oficina, a donde llegamos, “El salón” y armamos un grupo de WhatsApp
en el que estábamos con otres compas con los que hicimos amistad. Quién
se iba a imaginar que luego ese parche tomaría otras formas y que, tal vez,
como una manera de desahogarse, de liberar tanta tensión, de recochar, se
iba a formar algo que se se llamó “El cuadrante”, una puesta en escena en la
que dejábamos correr la imaginación y actuábamos las historias que leíamos
de las distintas regiones, así molestábamos entre nosotros. Uno de los per-
sonajes inventados era “Bernal”, quien sería “el amor” de Yins en Cartagena
del Chairá (Caquetá). En recocha Yins me reclamaba: “¿cómo así que Bernal
le ha estado mandando mensajes?”. Todxs nos reíamos y alguna persona
le seguía la cuerda contestando cualquier cosa que nos hiciera reír más, en
especial quienes estábamos en los escritorios de las tres primeras filas de
la sala de la Dirección de Conocimiento. No recuerdo quién nos empezó a
llamar “El cuadrante”, tal vez fue nuestra compañera que estaba con el tema
de fuerza pública. Los y las protagonistas de estas historias que creábamos
estaban en la cárcel, habían cometido algún crimen, como robar plata para
una cirugía estética. Cuando me preguntaron por qué mi personaje estaba
en la cárcel atiné a decir que era presa política, que estaba ahí por pensar
diferente; tal vez recordaba cuando mi papá estuvo en la penitenciaría San
Isidro (en Popayán) por un crímen que no cometió y del que logró mostrar su
inocencia; fue recibido primero en el pasillo de presos políticos y luego en el
de indígenas. En fin, eran historias para reírnos en el tercer piso del edificio
del antiguo Ministerio de Justicia, donde la CEV terminó su trabajo, ahí al
lado de la Jimenez, o mejor dicho, de la Avenida Misak.
“El parche del salón” sigue; se unieron muchos y muchas más a los que
fuimos en ese primer momento.
Mi papá ya no está. Se ha ido al otro espacio.

Respirar
AF
El lugar dispuesto para el encuentro era pequeño pero luminoso, varias

personas de la Comisión de la Verdad se movían de un lado a otro y hablaban
en voz baja, se miraban ansiosas, pendientes de cada pequeño detalle: la
disposición de las sillas, la distancia entre ellas, la postura de la gente, su
mirada, la agenda, la hora, como si cada pequeño detalle pudiera contener la
barbarie que Emilio había cometido y que hoy estaba dispuesto a reconocer.
Era el día en que iba a encontrarse con sus víctimas. Sudaba a mares y no
sabía si el calor que sentía era por la inclemencia del verano de los últimos
días, o el fuego que le invadía el cuerpo al sentir las miradas de las víctimas
que aguardaban ansiosas su versión de la historia.
El lugar estaba decorado con flores, velas, fotos, recuerdos. Se notaba que se
habían esforzado por crear el ambiente propicio para el encuentro, pero ¡qué
va! Nada de eso le aliviaba el miedo y la vergüenza que sentía.
Las horas se hacían lentas y pesadas, tan pesadas como las palabras por
decir, y que se chocaban ahora unas con otras en la garganta. ¿Qué diría?
¿Cómo explicar que había sido él quien ordenó esa masacre? ¿Cómo decir
que ni siquiera se tomó la molestia de preguntar si los campesinos que ha-
bían asesinado hacían parte del enemigo?
Enemigo, otra maldita palabra que ese día, frente a los ojos apesadumbrados
de los familiares de las personas que había mandado matar, se veía borrosa.
Ya no tenía sentido para él.
Emilio repasaba una y otra vez las líneas que había escrito en su libreta; inten-
taba leer y releer, en medio de tachones, palabras sobrepuestas; se notaba el
esfuerzo por pretender decir aquello de la mejor forma. Las había preparado la
noche anterior para intentar contar su verdad, esa que ahora le revolvía el estó-
mago. “¿Cómo llegamos a esto?”, se había preguntado una y otra vez desde el día
en que dejó las armas. Después de muchos intentos por negar, justificar o tratar
de pintar una verdad menos cruda para las víctimas —en el fondo más digerible
para él mismo—, comprendió que no había manera alguna de matizar el horror.
29
Había luchado en los últimos días con la idea de verse cara a cara con las
víctimas, se sentía perdido entre las voces que le susurraban y retumbaban en
su cabeza. Al final no tenía ni idea de qué era lo que quería hacer. Algunos de
sus camaradas le decían que no era necesario pasar por eso, que era injusto
someterse al juicio de las víctimas, que ellas no sabían cómo habían pasado las
cosas, que todo lo que habían hecho era culpa de la guerra. Se había pregunta-
do: “¿acaso no era posible que cada quien siguiera su camino olvidándose del
espanto que había vivido?”. “¡Pues no!”, le decía con rudeza su conciencia. Defi-
nitivamente no se podía vivir con la culpa, no podía seguir viviendo guardando
las explicaciones, las razones. Por más absurdas que parecieran, tenían que
salir a la luz, para poder respirar. Dizque hablar de la verdad aliviaba el dolor
de las víctimas, le habían dicho, pero él no estaba tan seguro.
Después de tanto divagar se había dado cuenta de que no había vuelta atrás,
el encuentro estaba por empezar y ya no se podía esconder a pesar de haberse
vuelto experto en eso, en escabullirse en medio de la selva espesa, en huir.
Justo ahora, esa habilidad no le servía para nada.
Ahí estaban las personas que habían aceptado la invitación al encuentro. Esta-
ban las madres, hermanas, hijas de esos hombres que fueron masacrados. Se
veían nerviosas, se frotaban las manos, las piernas inquietas contrastaban con
la mirada triste y apesadumbrada. A pesar de ello, se mostraban compasivas y
solidarias entre ellas, se cuidaban mutuamente y se acompañaban en el dolor.
También estaba el padre que hasta ese día había pensado que iba a morir
sin saber la verdad. Estaba el hermano del hombre asesinado que vino al en-
cuentro a pesar de los reproches de su familia. La lideresa que aparentemen-
te no tenía velas en ese entierro, pero estaba allí porque creía firmemente que
esos encuentros valían la pena. Estaba el funcionario que por años escuchó
esta y muchas historias parecidas y no se había imaginado que tendría la
oportunidad de presenciar un encuentro así.
En sus caras veía un revoltijo extraño de tristeza, emoción, miedo, rabia,

pero a la vez curiosidad. ¿Cómo era posible sentir todo eso a la vez?
Emilio, por su parte, se había acomodado en la silla asignada; la vergüenza y

la culpa se habían intensificado y, por momentos, sentía que se ahogaba en
medio de esas sensaciones…
Extrañamente, unos segundos después, empezó a notar que, allí, volvía a

respirar.

La vida no siguió siendo igual, pero encontramos la manera de seguir.
Acá estamos.
31
Colofón3
hubiéramos querido escuchar más nuestro cuerpo
atender a sus señales
que respetaran los tiempos de trabajo
claridad y estabilidad en las tareas
las largas jornadas en una misma posición nos afectaron la espalda, los ojos,
las manos
3 A partir de las recomendaciones que exintegrantes de la Comisión de la

Verdad hicieron en la última sesión del taller de escritura.
33
hubiéramos querido
estar más afuera, y no sentados frente a un computador
más trabajo con la gente
protocolos de seguridad personal y de la información que manejábamos
descansar los fines de semana

hubiera hecho nuestro trabajo más fácil

aceptar nuestra vulnerabilidad
crear espacios para escucharnos
no tragarnos el cuento de que estábamos dando la vida, la vida

tenía que seguir
reconocer que el dolor del conflicto nos atraviesa
hablar de lo que hay que hablar, sin temor
contar con un plan de trabajo y una metodología estables
que todo no fuera tan cambiante y veloz
contar con tiempo y recursos para hablar sobre lo que sucedió
35
me habría gustado

que me escucharan cuando dije que no podía más,

o cuando pedí ayuda
que no me hicieran creer que uno puede y debe entregar su vida a un trabajo
que nos acompañaran en la labor de escucha y de escritura; antes, durante y
después de hacer nuestro trabajo
que cuidaran a sus trabajadores

nos hizo bien
confiar en nuestra capacidad de decir NO
poder compartir lo que estábamos sintiendo y pensando, sin sentirnos

juzgadxs
interiorizar que el trabajo es una dimensión más de la vida
tener el sostén de los amigos
descansar
tomar el sol
pedir ayuda
nos hizo bien
cuando teníamos acompañamiento sicológico
vivir otras experiencias que nos conectaran con el amor y la vida
tomar distancia
37
me hizo bien
desayunar bien y con calma antes de empezar el día

conocer mis límites físicos y mentales y transmitirlos a los otros
saber que tengo el poder de irme de un lugar cuando me hace mal
ser mi prioridad
nada es más grave
que perderme a mí misma
desconectarme

Autores
39
Andrés Celis trabajó escuchando a los máximos responsables de violaciones
de derechos humanos y documentó el horror de la guerra desde esa perspec-
tiva. Ahora vive en el exilio.
Nohora Caballero Culma investigó las violencias y daños contra los pueblos
étnicos y sus resistencias. Hoy sigue acompañando esas luchas y extrañando
mucho a su papá.
Sara Malagón editó, gestionó, investigó. Ahora escribe y está lejos y no

quiere volver.
Juan Gabriel Acosta ayudó a contar la historia de los pueblos étnicos. Apren-
dió sobre el peligro de silenciar sus voces y de la indiferencia frente a ellos.
Hoy le gustaría volver al pueblo donde creció y, también, de donde tuvo que
huir.
Anascas Del Río fue coordinadora de la Casa de la Verdad en el Tolima y

estuvo al frente de la investigación sobre paramilitarismo. Ahora ha decidido
enfocar la búsqueda de la verdad “hacia adentro” y fortalecer su causa como
cuidadora.
María Paula Herrera investigó y realizó trabajo de archivo histórico rela-

cionado a violaciones de los derechos humanos, especialmente tortura por
parte de agentes estatales. Hoy sigue trabajando en temas relacionados con
la esperanza de que algún día cese la horrible noche.
AF acompañó equipos, recorrió territorios, fue testigo de acercamientos entre

quienes nadie imaginaba que podrían encontrarse. Actualmente sigue inten-
tando que esos acercamientos sean posibles.
María Valbuena investigó el paramilitarismo y la guerra contra las mujeres

en el conflicto armado. Hoy es defensora de los límites personales, tejedora y
dibujante.
Daniel Marín López agradeció haber compartido el círculo cuidador del

equipo que investigó las dinámicas económicas del conflicto armado. Hoy en
día sigue intentando entenderlas con otro ojo.
40
A
Shattered
Vase
ACCOUNTS FROM FORMER MEMBERS OF
THE TRUTH COMMISSION OF COLOMBIA
A
Shattered
Vase
ACCOUNTS FROM FORMER MEMBERS OF
THE TRUTH COMMISSION OF COLOMBIA
Authors:
Andrés Celis, Nohora Caballero Culma, Sara Malagón, Juan
Gabriel Acosta, Anascas Del Río, María Paula Herrera, AF,
María Valbuena y Daniel Marín López.
Coordination and Editing:

Carolina Gutiérrez Torres, Daniel Marín, Carlos Andrés
Baquero, Eliana Hernández.
Translation:
Robin Myers
Design and Illustration:

Giselly Mejía
Acknowledgments:
Our gratitude to Kaushik Sunder Rajan and Stacy Hardy, and
to the project Transperformations, funded by the Neubauer
Collegium for Culture and Society at the University of Chicago.
This space for collective creation and collaboration was

developed by Enramada and is part of the Transperformations,
project led by the University of Chicago in South Africa and
Colombia. It seeks to produce communal “breathing machines”;
that is, spaces of creation and collaboration (through writing,
music, theater, and other artistic expressions) around shared
questions and concerns.
All texts and images are the intellectual property of their authors.
Introduction
Eliana Hernández, Carolina Gutiérrez Torres and
“This is a family secret,” AF said at the end of our first writing

workshop. We’ve been turning the sentence around in our heads
ever since. A family secret: something everyone knows but no
one dares to name. A hidden truth, a veiled story, an omnipresent
silence, an unbreakable taboo.
We gathered eight people who worked at the Truth Commission of Colombia

and asked them to speak about the emotions they’d stored in their bodies
after their time at this institution. Long-embedded pain soon came to light,
along with reports of workplace abuse, traumas confronted in silence and in
solitude. So, of course, did beautiful and rewarding experiences. That said,
the first thing we found was profound pain – and an equally powerful desire
to break the silence. Over the course of four sessions, twelve hours in total,
we accompanied the participants in naming their emotions.
Nearly 800 people worked for three years and seven months on the most
thorough, farthest-reaching document that exists on the war in Colombia:
the final report, “There Is a Future If There Is Truth,” released on June 28,
2022. This document reflects the commitment made by the Colombian
government and the FARC-EP guerrilla group on signing the peace accord of
2016. Their agreement led to the creation of a transitional justice system that
allowed the war’s ten million victims to exercise their rights to truth, justice,
reparation, and non-repetition. Within this system was the Commission for
the Clarification of Truth (CEV, in Spanish): a group tasked with conducting
an in-depth investigation to help the country understand what had happened
in over half a century of war – and to recommend paths toward overcoming
the violence.
Thanks to the final report, we now know that the armed conflict resulted in
the death of 450,000 people in Colombia; that displacement was the most
widespread form of violence; and that Black women were the most affected
sector of the population. But what do we know about the people who made
3
these discoveries? What happened to the individuals who devoted years to
listening, comparing information, delving into archives and legal files, re-
constructing cases, comforting victims’ families when they broke down, and
accompanying the perpetrators as they answered to the damage caused?
The texts gathered here are a collective attempt to answer these questions.
We could describe them simply as the results of a creative writing workshop
for former members of the Truth Commission. However, for the four of us
who created this methodology – a poet, a lawyer, a journalist, and a sociol-
ogist – it was more like an experimental space that let us bring a dream to
life: to merge methods and forms of knowledge. Guided by the Bogotá-born
writer Eliana Hernández, the eight people who accepted our invitation un-
dertook an exercise of putting their experience with the Truth Commission
into words. Writing brought us together. We got there through breathing,
dialogue, reading, listening, and experimentation.
We write in order to harbor the many other people who inhabit us, and to
create a space in which what resists – or what we aren’t even aware of – can
make itself known. Opening these creative spaces requires us to recognize
that writing is also an act of deep listening. How can we narrate what we
experience – and thus grant it meaning? How can we free ourselves from
the notion of “writing well” so that we can see writing, and the blank page,
as a field of infinite possibilities? How can we dispense with bureaucratic
language? Or else, considering how well we know it, how can we use that
language to say something new?
After one gathering, the South African poet Stacy Hardy, who had joined us,
offered a beautiful and perhaps incomplete response to what was emerging
from our sessions. This space was showing us that the transition lived there,
too: in the bodies of the people who had worked to make it possible; in those
who felt all the emotions that surfaced during and after the processes of
transitional justice. That’s why we’d like to see this space as a form of collec-
tive breathing toward a complex emotional reality that resignifies – or invites
the resignification of – the entire transitional project. It’s also a call to shatter
the vase of silences – so that the path may be just and careful with those who
are making it a reality.
4 a shattered vase
The phrase “shattered vase” alludes to an incident in Colombian history
known as Llorente’s vase, which sparked the uprising of the people of New
Granada against Spanish rule – and led to the revolts that
culminated in the independence of what we now know as Colombia.
5
Untitled
Sara Malagón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Snake
Anascas Del Río . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
The Sea
Sara Malagón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
Gradual Density
María Valbuena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
August Winds
Andrés Celis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Over Time
Juan Gabriel Acosta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
The Visit
María Paula Herrera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
A Call to Heal
Daniel Marín López . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
Untitled
María Paula Herrera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
The Meeting Room Crew

Nohora Caballero Culma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28
Breathing
AF . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
Colophon
Authors
7
Four weeks after lockdown began, I was invited to work on the Truth Com-
mission. It was a distressing lifeline, but a lifeline just the same. As I navigated
deaths both large and small, I found myself on the brink of delving into the most
terrible deaths of all: the ones that pave our history. Things don’t always turn out
well; the world is unfair, and people will keep dying of the virus and even worse
causes, I thought at the time, moving deeper into this other darkness, not grasp-
ing what was about to reveal itself.
The throughline here is the inability to understand, to ever understand, the present
of things. Or their magnitude in the present. It’s common knowledge that, in
the absolute present, there is neither light nor shadow. In the absolute present,
things are, they appear, but the shade of darkness is uncertain. Our perception of
that – the density of the blackness – comes only later.
Sara Malagón
9
Snake
Anascas Del Río
Clara dreamed that she looked at herself in the mirror and didn’t recognize
her reflection. Her face was deformed; she couldn’t make out her eyes, her
mouth, her forehead, not even her chin.
She got up, confused. Listlessly, she went to the kitchen and set the coffee
pot on the stove, but she couldn’t find the lighter. Once she’d looked all
over the apartment, she finally found it on the desk, right next to the book
she’d left there the day before, working late into the night until exhaustion
overtook her.
She returned to the kitchen, flicked the lighter, and brought it close to the
stove. When she turned on the gas, she saw a sudden movement around
one of the burners. She wasn’t sure what it was, but she instinctively pulled
her hand away. A cockroach! She dropped the lighter and rushed out of the
kitchen. She smelled gas, she forgot to shut it off again, but she didn’t want
to go back; she was shaken, her whole body trembling.
She tried to calm down, but she felt a pit expanding in her stomach. More
pressure. A recurring thought: the snake eating its own tail, the circularity of
the conflict. She returned to the desk and picked up the book, read the title:
Thou Shalt Not Kill, by the Truth Commission of Colombia. As she’d done so
many times in recent days, she flipped to the introduction:
“Almost all wars, international or domestic, have a watershed moment that

marks their beginning: the shot fired against an archduke, the invasion of a
territory, a vase that shatters, an insult, and so forth.”
She felt the pressure again, in her chest this time. She sat down at the desk,
placed her hands on her knees, closed her eyes, took a deep breath, and de-
cided to accept the sensations; whenever she rejected them, they only came
back stronger, almost unbearably so. She wanted to understand, finally,
what was happening to her, why all the anxiety, why the nightmares, why
the deformed face.
10 a shattered vase
Now Clara wanted to see the wound, embrace it, so she could transmute it.
Move from the wound to possibility, like in the brand-new exhibition on the
legacy of the Truth Commission, which described the shift from a wounded
Colombia to a possible Colombia. The wound in the country that had become
a lesion of her own. A shooting pain in her side.
This time, Clara thought, she wanted to look her pain in the eye and move
through it. But she didn’t know what she was invoking. She pictured it as
a many-headed monster. Was there some other way to confront it without
looking at it head-on?
In the days that followed, her anxiety swelled, overwhelming her. Why had
she opened this Pandora’s box? All the stories that had lodged deep in her un-
conscious… All the images, smells, sensations she associated with the stories
she’d heard over the past few years – they amassed in her memory.
Then came the panic attacks. One after another. Insomnia. More anxiety.
Then depression. Lethargy. Nothing made sense to her.
What could she do? She no longer had the strength to keep breathing and
look inward.
But she knew the exit wasn’t outside her. She had to go deeper. She had to
understand.
How could she make her way through this darkness if it never cleared?
She wanted to cast light into the shadows.
To see the entire snake that had nestled into her body.
To go back to the kitchen, confront the cockroach.
Shut off the gas.
11
The Sea
Sara Malagón
The eyes
scrubbed
the cold
the water
the pain
in the left foot
in the head
Water and sand.
Sitting
with the sea in tow
rubbing my eyes
I didn’t want to cry anymore.
I tell
myself
about rest
I tell
my tears
about not wanting anymore.
The water
cooled my body,
the cold
shook me.
I woke
from the lethargy of grief.
12 a shattered vase
I looked out at the calm
of the sea
and turned my back to it.
I wanted to listen.
13
Gradual Density
María valbuena
Adela worked in a building in downtown Bogotá. The entrance was on the

corner of Avenida Jiménez and Carrera 9, two blocks from San Victorino.
Those blocks were teeming with people, cars, buses, stores, banks; it was the
very center of the city, and all their colors jumbled together from the ground
to the tops of the buildings. You could feel the chaos. The hubbub of voices
and loudspeakers seeped in through the enormous windows of the office
where she came to work each morning, Monday to Friday.
She was usually on the third floor, at a front-row desk that gave her a near
total-view of the broad, well-lighted space. She loved her spot by the window,
which spared her the direct onslaught of the afternoon sun. From there, she
could see some of the dozens of investigators studying, as she did every day,
the war in Colombia. Like meerkats, they lifted their heads over the screens,
carried on conversations with their eyes, made friends, forged affinities and
allegiances. She liked going up to the sixth floor each day. There, in a small
but equally illuminated room, she was part of a group that considered how to
talk about the war through silenced voices.
In the first few months, she felt right at home. The light that encompassed
the whole space was the water that let her breathe like a fish. But that liquid
had begun to thicken with every new story, with her sleepless nights, with a
suffocating pressure.
*
Adela left the office and walked home to Teusaquillo. Taking Carrera 19 on
Calle 37, she advanced past a few houses, then stopped to look up at her
fourth-floor apartment. She started to cry. She didn’t understand what was
happening. “Why am I crying at the sight of my own house? I’m exhausted,”
she thought. She’d never wept from fatigue before. She wasn’t sad, she wasn’t
angry, just hopelessly drained.
14 a shattered vase
During the pandemic, the windows of the building on Jiménez and Carrera 9
were replaced by those of her apartment in Teusaquillo. She’s always sought
the light, and that’s why she and one of her best friends chose this place,
glass-paneled from floor to ceiling, as a home to share. In spite of everything,
she managed to stay afloat for a few months. Life is good when you live with
a dear friend and two cats. But everyday life was invaded in part by inter-
views in which she offered emotional support – through a screen – to women
afflicted by memory. After each video call, she had to compose herself alone
before she could keep going. She’d work until ten, eleven, midnight, waking
at six every morning to write. When she could, she’d do yoga, then immedi-
ately return to the computer; she had meetings, workshops, and interviews
all day long. And there were constant changes in what she was supposed
to do: assemble case files, trace patterns of violence, submit findings, write
about paramilitarism, read and reread testimonies of war against women,
coordinate her coworkers, draft her own texts. She felt like she was bearing a
heavier and heavier rock on her shoulders as time ran backwards, shrinking,
menacing her.
*
Adela moved. It felt impossible to organize her things, throw out the old,
rearrange her life and transport it into a new space. The omnipresent Com-
mission buzzed in her ears every day, every hour, every minute. It sucked
up all of her air, suffocating her. She found herself stuffing everything into
boxes. “Is this expired? Whatever, I’ll pack it now and check later.” The mov-
ers showed up. As they loaded the boxes, she was still frantically shoving
haphazard objects into bags.
*
The boxes sat unopened for months in the living room. She only organized
the studio, practically lived there. She’d make her way to the kitchen, weav-
ing through the labyrinth of still-packed objects. Sometimes she’d straighten
up a little at a time, never checking to see what was in the boxes. The desper-
ation of disarray only urged her to clear the area and get things “in their right
place,” a place they still didn’t have.
Writing, deleting a chapter, organizing her equipment, putting everything

together.
On her birthday, she requested an extension for part, just one part, of all
she’d compiled. “No, you have to hand it in today.” She put her phone on
airplane mode to avoid any calls. She couldn’t celebrate that she was alive
15
until nine at night. Later she learned that there had in fact been more time to
finish writing. Her whole body hurt, her back, so intensely that she couldn’t
bend down. She gave herself injections for the pain.
She read constantly about the bodies of abused women, gang rapes, words
that turned to daggers: bitch, dyke, darkie, snitch. Torn clothing, sons
crying, daughters watching, loneliness, escape, despair, distress, the need to
throw up. She emerged from her studio, lit a candle for the missing judge,
dismembered; she wept for her, spoke to her, hugged her in her mind. She
looked out the window. Cried a little more. Then the screen again, the horror,
the demands; the time they claimed had run out, the solitude of writing. Ten
p.m., just a little longer, eleven p.m., her back ached, she had to stop.
Weeks of writing, texting with all the others or talking on the phone because
they couldn’t see each other, threading things together, putting them in or-
der. After the edits, she worked to recover paragraphs marked up in red pen,
endless sentences without so much as a comma. On any given day, her stom-
ach told her to eat something at three in the afternoon. She ordered food,
craved French fries; they didn’t show up, she cried in despair, couldn’t take it,
called customer service. The tiny thread that rips the cloth. She couldn’t bear
her life anymore, not that life, saw no sense in living like this.
*
Her therapist was stunned by the confession, which came with a flood of
tears: I’m so sad and anxious all the time. My life has no meaning, I think
about dying and it doesn’t seem like a bad idea, and at the same time that
terrifies me. I yelled at the customer service person, I can’t stand anyone and
don’t see anyone, the only place I ever go is the same restaurant where I text
with my coworkers while I eat.
She said, “You can’t go on like this.”
Diagnosis: burnout syndrome and post-traumatic stress. The private

psychiatrist confirmed: burnout syndrome and post-traumatic stress. The
health services psychiatrist: mixed anxiety-depressive disorder. Emphasis on
burnout. Possible cause: work.
*
“You have to apply for disability. We’re going to deduct 40% of your salary
because it’s general disability.”
“But it’s work that made me sick.”
16 a shattered vase
“You’ll have to prove that. Better put, the longer you stay sick, the more I’ll
deduct.”
She cried. They insinuated that she was feigning illness. She was dumb-
founded. Her left arm started to hurt; she thought she was going to die. They
emailed her manuals on how to report a disability. All she could respond was
that she didn’t feel capable of reading another email, let alone a manual, and
could someone please help her.
***
I wanted to tell the story of an investigator on the Truth Commission who
managed to subvert the order of events that drove her to mental illness while
doing her job. I started by describing the atmosphere in the office downtown.
The well-lit third floor, the workspace she loved. I described the setting and
all the incredible people working for the dream that was the Final Report.
That atmosphere is crucial, because it speaks to early days of calm, affinity,
and hope. Then all I could do was toss out images: the early signs of her
emotional deterioration and the critical moments that undid her completely.
With these images, I want to narrate the gradual density of her days and
their darkening; of how the luminous beginning boiled down into a thick
liquid that grew more and more difficult to move around in, no matter how
hard she tried to resist. In several of those moments, I want to picture a col-
lective, personal, and even mental rebellion. I try to recreate some alternative
setting in which she didn’t work until nine p.m. on her birthday to finish a
text that then underwent months of revisions. I picture her irreverent, saying
NO she could not, NO it wasn’t enough time, NO she wasn’t going to deliver
the text by the deadline they demanded. I imagine her psychological separa-
tion from the communal goal that became a personal one. I also imagine that
she questioned her own commitment and drew a line under unreasonable
pressure, that she distanced herself from all the voices both on and off the
Commission that clamored for this historic result. I think of how she could
have torn down the walls of her apartment-prison and gone out for a walk,
gotten some sun, instead of spending countless hours absorbing the horrors
inflicted on women like her. I try to devise possible escape routes, to protect
her body from being wounded every time she read about the tragedy afflict-
ing other bodies, including her sisters.’ I dream that she got to travel more;
same for the other women she worked with who wrote every day. I picture
her painting, daydreaming, fleeing tragedy in both body and mind. I even
dare to imagine her reacting with rage and malice. But I can’t. I haven’t been
able to fictionalize this story. The truth is, this investigator spent long days
subsumed with fear, stricken to find her intellectual capacities cut down:
17
unable to concentrate, and unable to write, one of her proudest abilities. She
couldn’t work for a whole year. Even today, she’s brought to tears by even the
briefest account of violence.
Her rebellion began when she fell to the ground.
18 a shattered vase
August Winds
Andrés Celis
We’d spent six hours in a three-by-three-meter cell. We shook with the

cold that came down from Sumapaz and collided with the walls of the jail,
leaving us frozen.
As we passed through the last security checkpoint on our way out, Alfredo
told me to look up at the clouds. “Do you know why they’re shaped like that?”
he asked. “No, I have no idea. Why?”
All I could make out was a white brushstroke against the pale blue sky.
“The August winds,” he said. “When currents of hot and cold air meet this
month, that’s what happens. The streaks of paint you see, the skinny clouds
rushing along. That’s what it is,” he concluded.
It had been a tense morning. We’d spent it in La Picota jail, in the section
for inmates subject to extradition, talking with an old member of the FARC
secretariat. Paradoxically or not, what exhausted us weren’t the topics of
conversation or the aggressive looks when he counter-questioned us about
narcotrafficking among the ranks of the communist guerrillas. The physical
weariness we felt was caused by the prison conditions themselves, as well
as the unwillingness of the INPEC1 guards to let us in: notes upon notes in
the guards’ personal ledgers; prints on the minutes of every single security
checkpoint. Explosive-detection dogs at our feet. Shoe inspections.
I remember saying, “It’s like we’re the convicts, isn’t it?” Alfredo smiled for
the first time all morning. Then he looked at me and said, “We’ll see if they
lock us up in here for snooping around.” He looked uncomfortable. “Do you
think they’ll keep their hands off me if I tell them I’m a judge?” No sooner
had he finished his question than the cadet overseeing the inspection retur-
ned the pink Converse sneakers he wore every Friday.
I smiled at Alfredo as I took off my own sneakers. He was such a cool judge, I
1 INPEC: National Penitentiary and Prison Institute of Colombia.
19
told him, that the guards clearly couldn’t understand why he wasn’t in a suit
and tie, dress shoes instead of sneakers, normal glasses instead of Ray Bans.
“I think you look more like a rockstar,” I said.
Once we’d finished the inspection and made our way into the yard for extradi-
table inmates, we entered the cell, which had two chairs and a broken lamp
that flickered constantly. Alfredo was tired and asked me to find some coffee;
then he remembered we were in a prison and said we’d better wait till later.
I was fascinated. The inmates looked at us with surprise. I said hello to some
who greeted us; I greeted others who didn’t respond. This is routine in the
yard: awaiting visits from lawyers, priests, or unusual people like us. But the
only visits they really look forward to are on weekends: family or conjugal
visits. There are tallies in pen and pencil in most of the cells: an account of
the days elapsed that makes the wait more bearable. They never know when
it’s going to be the last time they’ll see their families; they may be extradited
without warning.
Our interviewee showed up singing, whistling a vallenato song from Es-

calona. He looked relaxed. We knew each other from before, from Havana
and his work before he landed in prison. The ice finally broke when Alfredo
asked if he knew a Leandro Díaz song. Laughter.
The prison sent us off with a cry of “Freedoooom!”: an inmate in D block

shouted at the top of his lungs through the small grate in his cell.
Alfredo told me to look up at the clouds…
20 a shattered vase
Over Time
Juan Gabriel Acosta
As I listened to the grackles wheeling around, as the evening breeze swept

in the scent of damp earth and a woman at the end of the street yelled for a
boy who’d been playing ball with other kids all afternoon to come inside for
his bath, I thought about how a scene like this would have been impossible
just a couple years prior: a tranquil street, kids being kids, families gathered
around the TV, eating rice, stewed meat, plantains.
“We’re here to fight. The time has come for the m0th3rfuc71n6 guerrillas,
informers, and neighborhood leaders. We don’t want them around. They’re a
military target.”
We had to retreat at dusk, like chickens. If, during the day, we learned that
someone had been found in a ditch, we couldn’t mourn; there were more
urgent things to do. The novena was compressed into moans muffled after
just a couple of minutes, as the lights went out one by one down the block,
just as lives in town were snuffed.
“We want everyone off the streets by 6 p.m. Anyone found outdoors will be
liquidated.”
A mother running, her son behind her, a father trying to stuff everything
into a suitcase and get out as soon as possible. The harvest didn’t matter, the
animals, the barbeque-brick and palm-frond house that needed plastering.
Material things can be recovered, but life cannot. My cousin in the chaos,
calling the aunt who was going to take us in for a few days, which turned
into years, then into a completely different life.
“This is social cleansing. Death to fags, sluts, thieves, and junkies. They have
48 hours to get out of town.”
They forced Pipe to fight Alejo in a makeshift ring in the park – to cure their
faggotry, they said. They forced Sandry to have the Commander’s baby – to
teach her how be a woman, they said. They took Palacio away because he
21
was Black – made to handle the pace of life in the bush, they said.
“We’re going to free Colombia of all undesirables. We won’t rest. Here we are
and here we’ll stay.”
Lots of people left and never came back, and those who resisted did so at
the expense of acting as if nothing had happened at all. The war was so
unbearable that silence was our best ally. Confronting the pain of separation,
the grief over absences, for what could have been and wasn’t – it hasn’t been
easy. It’s a wound that takes time to heal.
“Hey, Juancho, stop watching Doña Mirta scold those kids. Look, the fisher-
men are coming back with the catch. Let’s go to the beach and see.”
22 a shattered vase
The Visit
The days of social activism with her friends felt far away. María had
once dreamed of a peace that knew nothing of violence; she’d been happily
ensconced in her leftist politics, demonstrating, studying pedagogy at uni-
versity, visiting ex-combatants in their territory. She used to view the future
with hope. But now she was buried in her country’s violent past.
She blamed herself for her naiveté.
The Call
Nine a.m. María’s in Italian class, not paying attention. The professor is
explaining how to conjugate the verb essere. She’s beginning to doodle in
her notebook when she gets a text from a friend at the university: “María,
the professor for my research group is looking for people to work with the
Truth Commission. Interested?” María can’t believe it: she bolts out of class
and answers YES without a moment’s hesitation. A few days later, she’s in an
eighth-floor classroom at a meeting in which fourteen students learn they’ll
spend the next months systematizing testimonies of torture. The instructors
tell them where to find secondary sources and thank them without so much
as a warning about what the work will entail. That’s how everything started.
That’s when everything changed.
Four p.m. María heads downstairs to clear her head after spending all day
submerged in accounts of violence. It’s cold and she’s wearing her blue
raincoat, ready to shield her from the city’s sudden downpours. She leaves
the building, fearful, a sensation that’s overcome her ever since she began
this work. She drifts along for half a block, then accidentally steps on a
pigeon, decapitated, covered in blood. She screams. People stare at her and
she retreats back into the building. She isn’t sure if what she saw is real or a
figment of her mind. She still doesn’t know.
23
2
Three p.m. She’s been systematizing testimonies for hours without a break.
She tries to focus her entire attention on each little square of the form she’s
assigned, fills in the information, makes observations. She feels like she can’t
stop, she’s afraid to stop, afraid of omitting a name by mistake. That wouldn’t
be right. Her coworkers return from lunch. She judges them, can’t believe
they let themselves pause. One comes up to her and urges her to stop, to rest,
to eat something. She refuses, but soon she relents, not speaking, her eyes
sad and listless. Four days later, María has an initial appointment with a
psychologist recommended to her by that same coworker. For the first time
in her life, she’s been feeling an intense pain in her chest; even the sensation
of her clothes against her skin is painful. She’s been on the job for no more
than three months. She feels like she’s fulfilling her mission.
Seven a.m. María is paralyzed on the floor. She watched a TV show the pre-
vious night, her current favorite. Abruptly, the show turned violent. She al-
ready felt that certain scenes were getting to her, but once again, she couldn’t
stop. She thought that if she could watch on TV what she was reading about
in the testimonies, maybe she’d be able to understand them better…
María wakes with a start. She doesn’t know what time it is, she wants to
move, but her head reminds her of what she experienced in a nightmare
about being tortured. It wasn’t the first time and it wouldn’t be the last.
Eleven p.m. She decides to take a quick break and walk her dog to the park.
She’s spent hours reviewing a database that resulted from the testimonies
systematized by a couple of university students. There are hundreds of
entries. A few months back, she realized that her memory has significantly
“improved”: she can’t forget anything she reads. She exits the building in her
complex, shuts the glass door in the lobby when she comes back. On her way
to the elevator, she senses and hears someone knocking on the door. She turns
to look: no one’s there. She understands: they’re visiting her. Someone she met
through the testimonies has come. For weeks, every time she takes the dog out,
the same thing happens. She doesn’t see them, but she can feel them.
24 a shattered vase
6
A month has passed since María officially finished her term at the Commis-
sion. It’s July 2022. She’s devastated. It’s ten a.m. on a Saturday, she’s back in
the old building downtown; not as an employee this time, but as a volunteer.
Her new job: to distribute the Final Report she helped write. In the middle of
one activity, reading a book on pedagogy, she has to run out of the room: she
can’t breathe, she’s shaking. A few friends come out to keep her company,
give her a piece of candy, water, a layer to keep her warm. Two of them say
she’s having an anxiety attack. María had refused to see it.
The Event
María is alone at the Shaio clinic, it’s August, she’s come to the emergency
room with an intense pain in her chest, she thinks she must have some kind
of cardiac condition, asks the doctor to check her heart. They conduct an
electrocardiogram. Everything’s working fine. After many warnings, she’s
forced to accept it: the pain has made her sick.
She doesn’t thank the universe any longer; she asks it for help. There’s no
more knocking at the door.
25
A Call to Heal
This is a call to heal the physical and symbolic, the pluricultural and pluriethnic
body we constitute together as citizens of this nation.
[And who called me?]
Body That Can’t Survive
[But I did survive, and I’m a body]
with the [ ] who had a heart attack in Chocó,

the [ ] with gangrene in Arauca,
the [ ] destroyed in Mapiripán,
the [ ] slashed in El Salado,
the [ ] raped in Tierralta,
the [ ] with the vacant eyes in El Cauca,
the [ ] torn to pieces in El Urabá,
the [healthy] face in Machuca,
the [full] lungs in the mountains of Antioquia,
and the soul [remade] in El Vaupés.
[But why?]2
2 The author’s intervention into excerpts from the chapter “Call for a GREAT PEACE”
from the Final Report of the Truth Commission.
26 a shattered vase
There’s a before and after the Commission.
And in the temporal gap between them, I was a vessel.
I filled myself with stories, names, places, dates, and pain.
Life didn’t change in an instant: it changed slowly, silently, almost without
my noticing…
The days started to feel heavy.
And the trauma sent out shy, subconscious signals, until it touched every-
thing.
It contaminated everything.
27
The Meeting Room Crew
Nohora Caballero Culma
I was back in Bogotá: I’d traveled from the Cauca region in southwest
Colombia. And I’d come to join the Truth Commission! As part of the ethnic
team, I felt that I was following my family legacy: the struggle for the rights
of indigenous peoples. My mother, from the Pijao community in Lomas de
Ilarco (Coyaima-Tolima), which recovered its land in the 1970s and ‘80s;
my father, a business administrator at the National University who joined
the land struggle led by CRIT (Regional Indigenous Council of Tolima) and
MAQL (Quintín Lame Armed Movement), the indigenous guerrilla group
created in Cauca and Tolima to protect indigenous communities from the
actions of the Pájaros and the FARC-EP. My dad got his start there as “Ciro
Tique,” and was named the spokesman for peace in the negotiations with
the State that led to the demobilization of this armed group in Pueblo Nuevo
(Cauca) on May 31, 1991. Our family stayed in Cauca, along with CRIC (Re-
gional Indigenous Council of Cauca). I spent my childhood among mingas
and other forms of collective labor, demonstrations, assemblies, escapes
from the police, debates, and dreams of a country for the majorities. I felt,
in joining the Truth Commission, that I’d be carrying on a legacy that had
begun with historic struggles in my country and my family.
I remember it as a happy moment. Now that I think about it, I remember it

that way because He was there. Although the job would take me far from
home, my father was part of that world, and he was proud of me. The first
meeting was on Calle 72. When I arrived, groups had already formed, and
they struck me as people well-versed in everything, public figures I’d heard
about and sometimes read; they all spoke, and I focused on listening. I was
on the ethnic team, but not in the Directorate of Knowledge Management;
I didn’t know anyone, so it was hard to fit in. My parents called me often. I’d
share my anecdotes: “Dad, I met Teófilo Vasquez, he’s intimidating at first,
but he said he knew you and told me a story about you, laughing.” Little
by little, we started making friends – or, better put, forming a “parche,” a
crew. Because beyond the mission statements, the lines of investigation,
the methodologies, there were moments for us to connect, like little spiders
encountering each other and weaving webs that unwittingly helped us resist
and sustain ourselves in the long run.
28 a shattered vase
One of the first situations where we came together was our lunch hour.
Lunch: the time where you don’t need to know everything, but to share what
we all thought about us, about what we were about to do. Several of us who
met up at midday shared an office; I told Mars I didn’t know why he was in a
different one, he should come with us instead. That’s how the first crew got
started, and as we grew closer, we had a group chat we called “the meeting
room crew.” We called that first office “the meeting room,” and eventually
other coworkers we befriended joined the WhatsApp group as well. Who
would have thought that this crew would come to take other forms, or
that – maybe as a way to decompress, to deal with the tension, to hang out
– something else would emerge that we’d call “the quadrant”: a stage where
we’d let our imaginations run wild and act out the stories we were reading
from all over the country. And, of course, we’d make fun of each other.
One of the made-up characters was “Bernal,” Yins’ “lover” in Cartagena del
Chairá (Caquetá). Teasing me, Yins (one of the crew) would demand, “What
do you mean Bernal’s been texting you?” We’d all laugh, and someone else
would play along by saying whatever would make us laugh more, especially
those of us in the first three rows of desks at the Directorate of Knowledge
Management. I don’t remember who started calling us that; maybe it was the
coworker who was focusing on the issue of security forces. The protagonists
of the stories we made up were in jail, they’d committed some sort of crime,
like stealing money for plastic surgeries. When they asked me why my char-
acter was in jail, it occurred to me to say that she was a political prisoner, and
she’d been locked up for thinking differently. Maybe I remembered when
my dad was incarcerated in the San Isidro prison (in Popayán) for a crime he
hadn’t committed and managed to prove his innocence; he was brought first
to the political prisoners’ block, then to the indigenous block. Anyway, we
made up these stories to keep ourselves entertained on the third floor of the
old Ministry of Justice building, where the Truth Commission completed its
work, on Avenida Jiménez; or Avenida Misak, rather.
“The meeting room crew” still exists, and it’s grown much bigger than our
small group at the beginning.
My dad isn’t here anymore. He’s moved on to the other space.
29
Breathing
AF
The meeting place was small but well-lit. Several people on the Truth
Commission moved around, speaking quietly, looking nervous, attentive to
every detail: how the seats were arranged, how far apart they were, people’s
posture, the looks on their faces, the agenda, the time, as if each and every
trifle could hold back the horrors Emilio had committed and which he was
willing to acknowledge on this very day.
It was the day when he was supposed to meet with his victims. Sweating
like a faucet, he couldn’t tell if the heat was due to the punishing summer
weather, or to the fire consuming his body under the gaze of his victims, who
were anxiously awaiting his version of the story.
The place was decorated with flowers, candles, photos, mementos. You could
tell the staff had worked hard to create an appropriate atmosphere for the
meeting – but who cared! None of that did anything to relieve his fear and
shame.
The hours grew slow and heavy, as heavy as his unspoken words, colliding
in his throat. What would he say? How could he explain that he was the one
who’d ordered the massacre? How could he admit that he hadn’t even both-
ered to ask whether the villagers they’d slaughtered were with the enemy?
Enemy: another wretched word that looked blurry that day, confronted with
the anguished eyes of the relatives of the people whose death he’d command-
ed. It made no sense to him anymore.
Again and again, Emilio reviewed the lines he’d written in his notebook
again; he tried to read and reread his way through the words he’d crossed out
and superimposed. You could sense his effort to say that as best he could.
He’d prepared them the night before in an attempt to speak his truth, the
one that turned his stomach now. “How did we get here?” he’d wondered
over and over since the day he laid his weapons down. After many tries at
denying, justifying, or fashioning a less-brutal truth for his victims – deep
down, at making it more palatable to himself – he realized there was no way
to qualify the horror.
30 a shattered vase
In recent days, he’d struggled with the thought of meeting his victims face
to face, and he felt lost among the voices that whispered and echoed in his
head. In the end, he had no idea what he wanted to do. Some of his comrades
had said there was no need for him to go through with it, it was unfair to
open himself to the victims’ judgment, they didn’t know what it had been
like for him, everything they’d done was the war’s fault. He’d wondered:
“Wasn’t it possible for everyone to carry on their way and forget the terrible
things they’d been through?” “Well, no!” his conscience retorted harshly.
No, it wasn’t possible to live with the guilt; he couldn’t keep suppressing the
explanations, the motives. No matter how absurd they sounded, they’d have
to come out so he could breathe. Speaking about the truth, he’d been told,
supposedly soothed the victims’ pain, but he wasn’t so sure.
After going around and around for so long, he’d realized there was no turning
back. The meeting was about to begin, and he couldn’t hide anymore, even
though he’d become an expert at it: slipping away into the dense jungle,
escaping. Right now, that skill did nothing for him.
Here were all the people who’d accepted the invitation to meet. Here were the
mothers, sisters, daughters of the men who’d been massacred. They looked
nervous, rubbed their hands, fidgeted their legs in a way that contrasted
with their sad, grief-stricken eyes. In spite of that, they seemed compassion-
ate and united among themselves, tending to each other, accompanying each
other in their pain.
Here, too, was the father who’d thought – until today – that he’d go to his
grave without knowing the truth. Here was the brother of the murdered man
who’d come despite his family’s objections. The leader who didn’t seem to
have a personal stake in the matter, but who’d come because she firmly be-
lieved in the importance of these meetings. The official who’d heard this and
many other similar stories for years on end and never imagined he’d have the
chance to attend such a gathering himself.
In their faces, he saw a strange jumble of sorrow, eagerness, fear, rage – and
curiosity, too. How was it possible to feel all these things at the same time?
Emilio, for his part, had made his way to the seat he’d been assigned. The
shame and guilt had intensified, and there were moments when he felt like
he was drowning in everything he felt…
Strangely, a few seconds later, he realized that he was starting to breathe

again.
31
Life was never the same, but we found a way to carry on.
And here we are.

Colophon3
we would have liked to listen more closely to our bodies
to heed their signs
for our working hours to be respected
to have more clarity and stability in our assignments
spending long workdays in the same position affected our backs, eyes, and
hands
3 Drawn from recommendations made by former members of the Truth

Commission in the final session of the writing workshop.
33
we would have liked
to go out more rather than sitting at the computer

all the time
to work with other people more
to have protocols on personal safety and the security of the information

we were handling
to rest on weekends
34 a shattered vase
it would have made our work easier

to accept our vulnerability
to create spaces for listening to each other
to reject the narrative that we were giving up our lives; life had to go on
to recognize that the pain of the conflict affects us too
to talk about what needs talking about, without fear
to have a stable work plan and methodology
if everything hadn’t been so volatile and pressured
to have enough time and resources to talk about what happened
35
I wish

they’d listened when I said I couldn’t take it anymore,

or when I asked for help
they hadn’t made me believe you can and should give up your life for your
work
they’d accompanied us in the labor of listening and writing; before, during,
and after our work
they’d taken care of their workers
36 a shattered vase
it helped us
to trust our capacity to say NO
to share what we were thinking and feeling without fear of judgment
to internalize the idea that work is just a part of life, not all of it
to lean on our friends

to rest
to feel the sun on our faces
to ask for help
it helped us
to have psychological support
to experience other things that connected us to love and life
to take a step back
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it helped me
to take my time eating a good breakfast before starting the day

to learn my physical and mental boundaries and express them to others
to know I have the power to leave a place when it’s causing me harm

to be my own priority

nothing is worse
than losing myself
to disconnect
38 a shattered vase
Authors
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Andrés Celis listened to the major perpetrators of human rights violations
and documented the horrors of war from that perspective. He now lives in
exile.
Nohora Caballero Culma investigated the violence and harm inflicted on

ethnic peoples and their resistance efforts. Today she continues to accompa-
ny those struggles and to miss her father very much.
Sara Malagón edited, coordinated, and investigated. Now she’s writing and
she’s far away and doesn’t want to come back.
Juan Gabriel Acosta helped to tell the story of ethnic peoples. He learned
about the dangers of silencing their voices and of indifference in response
to them. Today he hopes to move back to the town where he grew up, and
which he had to flee.
Anascas del Río served as the coordinator of the Casa de la Verdad in Tolima
and led investigation efforts on paramilitarism. Now she’s decided to focus
the search for truth “inward” and strengthen her cause as a caretaker.
María Paula Herrera investigated and conducted historical archival work

related to human rights violations, especially torture, committed by state
agents. Today she works with topics related to the hope that the terrible
night will eventually come to an end.
AF accompanied teams, traveled across territories, and witnessed contact

among people that no one ever imagined coming together. He’s still trying to
make such contact possible.
María Valbuena investigated paramilitarism and the war against women

during the armed conflict. Today she’s dedicated to defending personal
boundaries, weaving, and drawing.
Daniel Marín López is grateful to have shared the caring circle of the team
that researched the economic dynamics of the armed conflict. Today he’s
trying to understand them with new eyes.
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(ES) Un Florero Que Se Rompe// (EN) A Shattered Vase

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(ES) Un Florero Que Se Rompe// (EN) A Shattered Vase

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Un

Este espacio de creación y conspiración colectiva fue

Todos los textos e imágenes son propiedad intelectual de lxs autorxs.

“Esto es un secreto de familia”, nos dijo AF al terminar el primer

Reunimos a ocho personas que trabajaron en la Comisión de la Verdad de Co-

4 un florero que se rompe

El parche del salón

El hilo de todo esto es no haber entendido, no entender nunca, el presente de

Clara soñó que se miraba al espejo y no se reconocía, su rostro estaba defor-

Regresó a la cocina, encendió el mechero y lo acercó al fogón. Cuando abrió

Trató de calmarse, pero empezó a sentir un vacío en el estómago. Más pre-

“Casi todas las guerras, sean conflictos internacionales o internos, tienen un

10 un florero que se rompe

¿Cómo podía transitar esa oscuridad sin esclarecer?

Quería poner luz en la sombra.

Recorrer las formas de esa serpiente que se había alojado en su propio

Volver a la cocina, enfrentar a la cucaracha.

12 un florero que se rompe

Adela trabajaba en un edificio del centro de Bogotá. La entrada quedaba

Casi siempre estaba en el tercer piso, un espacio amplio y luminoso que

14 un florero que se rompe

Escribir, sacar el capítulo, organizar al equipo, armar todo.

Semanas de escribir, hablar con todas por WhatsApp o celular porque no se

Ella le dice: “no puedes más”.

Diagnóstico: síndrome de burnout y estrés postraumático. El psiquiatra parti-

Lloró. Le sugirieron que se estaba haciendo la enferma, quedó atónita. Le

16 un florero que se rompe

Su rebelión empezó cuando cayó al piso.

Al pasar por el último filtro de seguridad de la salida, Alfredo me dijo que

La mañana había sido tensa. Habíamos estado en la cárcel La Picota, en el

Apuntes y apuntes en cuadernos personales de los guardias; huellas sobre

1 INPEC: Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario de Colombia.

18 un florero que se rompe

Tras acabar con las requisas y pasar al patio de extraditables, entramos a la

Nuestro entrevistado llegó cantando, silbaba un vallenato de Escalona.

La cárcel nos despidió con un grito de “¡Libertaaaad!” que un recluso del

Alfredo me dijo que mirara las nubes…

Mientras escuchaba a las maríamulatas revoletear, mientras la brisa de

“Estamos en pie de lucha. Les llegó la hora a los M@lpAr1d0s guerrilleros,

Teníamos que recogernos, como las gallinas, al caer la tarde. Si en el día

La mamá corriendo, el niño detrás y el papá tratando de meter todo en una

“Llegó la limpieza social. Muerte a maricas, putas, ladrones, drogadictos.

A Pipe lo pusieron a pelear en un ring improvisado en el parque con Alejo,

20 un florero que se rompe

“Liberaremos a Colombia de todos los indeseables. No descansaremos. Aquí

Muchas personas se fueron para no volver y quienes resistieron lo hicieron

Se culpó por su ingenuidad.

Nueve de la mañana, María está en clase de italiano, no está prestando aten-

22 un florero que se rompe

Siete de la mañana, María está paralizada en el piso. La noche anterior había

Hace un mes María terminó oficialmente su periodo en la Comisión. Es julio

María está sola en la clínica Shaio, es agosto, va de urgencias por un dolor

Ya no le agradece al universo; le pide ayuda. Ya no tocan a la puerta.

24 un florero que se rompe

Llamamos a sanar el cuerpo físico y simbólico, pluricultural y pluriétnico que

[¿Y quién me llamó a mí?]

Cuerpo que no puede sobrevivir

[Pero yo sí lo sobreviví, y soy cuerpo]

con el [ ] infartado en el Chocó,

[¿Y por qué?]2

María Paula Herrera

26 un florero que se rompe

Estaba nuevamente en Bogotá; llegaba desde el suroccidente de Colombia,

Mi papá ya no está. Se ha ido al otro espacio.

28 un florero que se rompe

El lugar dispuesto para el encuentro era pequeño pero luminoso, varias

En sus caras veía un revoltijo extraño de tristeza, emoción, miedo, rabia,

Emilio, por su parte, se había acomodado en la silla asignada; la vergüenza y

Extrañamente, unos segundos después, empezó a notar que, allí, volvía a

30 un florero que se rompe

hubiéramos querido escuchar más nuestro cuerpo

atender a sus señales

que respetaran los tiempos de trabajo

claridad y estabilidad en las tareas

3 A partir de las recomendaciones que exintegrantes de la Comisión de la

estar más afuera, y no sentados frente a un computador