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Los senderos invisibles de la ciudad: movilidad y clase social en Madrid

Detalle del mapa de rentas de Madrid (verlo completo más abajo)

José Ariza de la Cruz

Doctorando en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid —

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La movilidad es un elemento clave en la formación del tejido social. Este se genera, aunque no exclusivamente, a través de las interacciones cara a cara. Por tanto, para relacionarnos más allá del hogar, tenemos que desplazarnos. Esto implica que las evoluciones tecnológicas que han vivido los medios de transporte a lo largo de los siglos han tenido efectos muy relevantes en la configuración del tejido social. 

Cada vez nos podemos desplazar a mayor distancia en un menor tiempo, de manera que, en un mismo día podemos estar en muchos lugares a la vez. Podemos interactuar con muchas más personas en espacios más diversos que hace un siglo. El reverso de esto es que, al multiplicarse las relaciones, necesariamente son más efímeras, lo que contribuye a construir sociedades más individualistas -aunque, todo hay que decirlo, menos propensas al control social-. Además, las interacciones en el barrio, en el entorno más próximo, son menores que décadas atrás, por lo que disminuye la importancia del vecindario frente a otros espacios de socialización.

Pero hay otro aspecto clave del tejido social en el que la movilidad juega un papel esencial: la segregación. En este artículo nos centramos en esto, concretamente en la ciudad de Madrid.

¿Las personas pertenecientes a las distintas clases sociales interactúan entre sí en la ciudad o apenas tienen contacto entre ellas?, ¿está el tejido social fragmentado o no?

Madrid es una ciudad con una clara brecha territorial respecto a la clase social. En el norte viven las personas con mayor poder adquisitivo y en el sur las más precarias. Esta realidad se acentuó especialmente con el desarrollo del Ensanche del siglo XIX, aunque las clases populares ya llevaban siglos viviendo en el sur. No obstante, que los grupos sociales vivan distantes en el territorio es bastante habitual en las grandes ciudades.

Tanto los bienes y servicios -las zonas verdes, el comercio, la accesibilidad, etc.- como el estatus -la relevancia histórica del lugar, los monumentos, la ubicación de las instituciones, etc.- se reparten de forma desigual a lo largo de la geografía física. Por tanto, el valor del suelo se distribuye de forma heterogénea, de forma que el mercado de la vivienda organiza la geografía social de la ciudad.

¿De qué manera influye la movilidad en esto?

Concretamente a través de la movilidad residencial, es decir, dónde se desplazan las personas cuando cambian de vivienda. En la ciudad de Madrid, solo el 4% de las personas que viven en los barrios de menor renta -el 25% de renta más baja- se desplazó a alguno de los barrios con mayor renta -el 25% con renta más alta-. Desde los barrios más ricos solo un 6,4% de los desplazamientos fue a los más precarios. Esto implica que la movilidad residencial contribuye a reproducir la brecha norte-sur en la ciudad de Madrid afianzando la geografía social preexistente.

Sin embargo, no solo interactuamos con otras personas en el lugar donde vivimos. Los grupos sociales pueden vivir separados entre sí, pero debido a sus desplazamientos diarios existe la posibilidad de que las personas se relacionen con otras de diferente poder adquisitivo en sus diferentes espacios vitales. En otras palabras, la segregación residencial -aquella que analiza cómo de distantes viven los grupos sociales en la ciudad- no tiene porqué convertirse en segregación relacional si la movilidad cotidiana contribuye a la mezcla social.

¿Qué sucede en Madrid respecto a ello?

En 2018, solo el 3,2% de las personas residentes en los barrios más ricos se desplazaba en su día a día a los más precarios. El porcentaje ascendía al 13,4% en los movimientos desde los barrios de menor renta a los de mayor renta -este mayor porcentaje se debe a que en Madrid los empleos se concentran en las zonas más ricas de la ciudad-. Ambos porcentajes son muy bajos.

Esto implica que la gente tiende a realizar su día a día en barrios en los que viven personas con un poder adquisitivo parecido. Los extremos de la jerarquía económica apenas se tocan. Los movimientos, lejos de ser aleatorios, están estructurados por una suerte de senderos invisibles basados en la clase social que condicionan nuestros desplazamientos por la ciudad. La segregación residencial sí se traduce en segregación relacional, lo cual tiene grandes implicaciones sociales. 

Por un lado, tiene efectos sobre la cohesión social. La ausencia de relaciones sociales entre personas que pertenecen a diferentes estratos socioeconómicos dificulta la comprensión de otras realidades. Se corre, por tanto, el riesgo de que las representaciones colectivas de otros colectivos se formen en base a prejuicios, en muchos negativos. La distancia física se convierte en distancia social y psicológica.

Pero, además, la segregación relacional es un elemento clave en la reproducción de la desigualdad. Según la investigación Opportunity Insights. Social Capital Atlas, en EE. UU. solo 2 de cada 100 amistades del 10% más pobre está en el 10% más rico. Esto no es igual en todo el país, dado que hay ciudades con mayor mezcla social que otras. Su conclusión es clara, los hijos de los hogares más precarios que tienen amistades con personas de mayor renta tienen más posibilidades de ascender socialmente. De esta forma, una menor la interacción entre clases sociales contribuye a averiar el ascensor social. 

La movilidad, entonces, juega un papel esencial en la configuración del tejido social. De ella depende que esté fragmentado o cohesionado. Articula con quién nos relacionamos. Y con quién no. Refleja los problemas estructurales de la ciudad, y, a su vez, los reproduce.

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