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Análisis

¿Era inevitable? Breve historia de la guerra de Rusia en Ucrania

Varias personas salen de Irpin, en las inmediaciones de Kiev (Ucrania).

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Durante los tres meses previos a la invasión, todo el mundo debatió acerca de si una guerra era una posibilidad real; si las amenazas de Vladímir Putin eran un farol o iban en serio. Algunos de los expertos en geopolítica rusa que antes aconsejaban prudencia en las previsiones, afirmaban ahora que había motivos para preocuparse. Otros, que durante mucho tiempo habían criticado la actitud de Putin, aseguraban que solo trataba de llamar la atención, que sus amenazas solo eran una estrategia teatral. Hubo un intenso debate entre los analistas que seguían el despliegue de soldados sobre el terreno y los que analizaban los mensajes que el gobierno ruso canalizaba a través de la televisión. Los analistas que monitorizaban el despliegue de soldados en la frontera y en Crimea advertían de la posibilidad de una invasión. Los que monitorizaban las televisiones del país que ofrecían información oficial, afirmaban que la televisión rusa no estaba alimentando la hostilidad, como suele hacerse antes de una invasión, y que eso significaba que no iba a haber guerra.

La incógnita se resolvió, de forma definitiva, la madrugada del 24 de febrero, cuando los misiles rusos alcanzaron instalaciones militares y objetivos civiles dentro de Ucrania, y los convoyes blindados rusos cruzaron la frontera. Entonces todo el mundo empezó a analizar los motivos. ¿Putin está loco? ¿Está inquieto por la expansión de la OTAN? ¿Se guía por parámetros amorales, como ha sugerido la experta en Putin Fiona Hill, que son fundamentalmente históricos, con escalas de tiempo que no tienen sentido para el común de los mortales? ¿Intenta, gradualmente, reconstruir el Imperio Ruso? ¿Estonia será su siguiente objetivo?

Viajé a Moscú en enero para ver si podía informarme mejor. La ciudad estaba preciosa. Había nieve en las calles y se respiraba calma. La represión se estaba intensificando, el espacio para la expresión política se estaba reduciendo y la cifra real de víctimas mortales de la pandemia de COVID-19 era mucho mayor de lo que se reconocía oficialmente. Y sí, en este contexto pandémico, Putin estaba paranoico y obligaba a quien quisiera verlo en persona a ponerse en cuarentena durante una semana por adelantado en un hotel con el que el Kremlin contaba para tal fin. Nadie creía que las cosas fueran por el buen camino, pero ninguna de las personas con las que hablé, algunas de ellas bastante bien conectadas, pensó que fuera a producirse una invasión. De hecho, pensaban que Putin tenía entre manos una estrategia de diplomacia coercitiva. Consideraban que las agencias de inteligencia estadounidenses que advertían de una posible invasión habían perdido la cabeza. Quedé con amigos, escuché sus reflexiones, analicé los distintos escenarios posibles. Aun en el caso de que se produjera una invasión, un escenario poco probable –decían–, todos estábamos de acuerdo en que acabaría rápidamente. Sería como Crimea: una operación quirúrgica, muy precisa, por la superioridad tecnológica abrumadora de Rusia. Putin siempre había sido muy cauteloso; el tipo de persona que nunca inicia una batalla que no está segura de ganar. Sería terrible, pero relativamente indoloro. Fue un error. Todos nos equivocamos.

El hecho de que todos estuviéramos equivocados no impidió que luego afirmásemos de inmediato que estábamos en lo cierto. Los expertos en geopolítica rusa que habían argumentado durante años que Putin era un tirano sangriento se apresuraron a señalar que llevaban razón, ya que sin duda había mostrado finalmente su verdadero rostro. Los expertos que habían estado argumentando durante años que debíamos prestar atención a las amenazas de Putin también pudieron colgarse la medalla –aunque de forma más discreta– porque Putin finalmente había cumplido sus amenazas. Como de costumbre, los excargos de la Casa Blanca de presidencias anteriores salieron en televisión como bustos parlantes, impartiendo lecciones y sin aceptar ninguna responsabilidad, como si no hubieran contribuido, de una manera u otra, a la catástrofe.

Esta guerra no era inevitable. Sin embargo, hace años que nos encaminábamos en esa dirección. La guerra en sí no es nueva: comenzó, como los ucranianos han repetido en las últimas dos semanas, con la incursión rusa en 2014. Pero las raíces del conflicto se remontan aún más atrás. Todavía estamos viviendo los estertores del imperio soviético. En Occidente estamos cosechando los frutos de nuestras políticas fallidas en la región tras el colapso de la URSS.

Esta guerra es la decisión de una persona y sólo de una persona: Vladímir Putin. Tomó la decisión durante el tiempo que estuvo aislado para protegerse de la pandemia, no organizó ningún tipo de campaña para conseguir el apoyo de la opinión pública, y apenas habló de sus intenciones con nadie fuera de su círculo íntimo más reducido, razón por la cual, unas semanas antes de la invasión, nadie en Moscú pensaba que se iba a producir una invasión. Además, es evidente que no comprendió la naturaleza de la situación política en Ucrania y la fuerza de la resistencia que se iba a encontrar. Sin embargo, para entender la tragedia de la guerra, y lo que significa para Ucrania y Rusia y el resto de la humanidad, vale la pena ir más allá de las últimas semanas y meses, e incluso más allá de Vladímir Putin. La situación no tenía por qué tener este desenlace, aunque es mucho más difícil determinar en qué nos hemos equivocado exactamente.

1. La ruptura: Rusia y Ucrania tras la caída de la URSS

Hace treinta años, cuando los países de la antigua Unión Soviética declararon su independencia, todo el mundo respiró aliviado al constatar que la disolución se llevaba a cabo sin grandes tensiones. Más allá de un desagradable conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por el enclave étnico armenio del Alto Karabaj, se produjo con escasa violencia. Sin embargo, gradualmente, de forma casi imperceptible, se fue produciendo un cambio de actitud. 

En Moldavia, las tropas rusas apoyaron un pequeño movimiento separatista de rusoparlantes que acabó formando la pequeña república escindida de Transnistria. Georgia, la región autónoma de Abjasia, también apoyada por las armas rusas, libró una breve guerra con el gobierno central de Tiflis, al igual que Osetia del Sur. Chechenia, una república rusa que había resistido ferozmente la invasión del imperio a lo largo del siglo XIX y que sufrió terriblemente bajo el dominio soviético, declaró su deseo de independencia, y fue derribada no en una sino en dos brutales guerras. Tayikistán sufrió una guerra civil, en parte consecuencia de la guerra civil que asolaba Afganistán, país con el que compartía frontera. Y así sucesivamente. En 2007, Rusia lanzó un ciberataque contra Estonia, y en 2008 respondió a un intento de Georgia de retomar Osetia del Sur con una contraofensiva masiva. A pesar de todo, se mantuvo la percepción de que la disolución de la Unión Soviética había sido milagrosamente pacífica. Y entonces llegó Ucrania.

En el laboratorio de construcción de naciones que era el antiguo imperio, Ucrania destacaba. Algunas de las antiguas repúblicas soviéticas tenían una larga tradición política y prácticas lingüísticas, religiosas y culturales diferenciadas; otras no tanto. Los Estados bálticos habían sido independientes durante dos décadas entre las guerras mundiales. La mayoría de las demás repúblicas habían tenido, en el mejor de los casos, breves experiencias de independencia tras la caída del zarismo en 1917. Para complicar las cosas, muchos de los nuevos países tenían una considerable población de habla rusa que no estaba interesada en nuevos proyectos nacionales o, simplemente, los veía con hostilidad.

Ucrania era única en todos estos frentes. Aunque también había existido como Estado independiente en los tiempos modernos durante unos pocos años, tenía un poderoso movimiento nacionalista, una vibrante tradición literaria y la memoria del lugar independiente que había ocupado en la historia de Europa antes de Pedro el Grande. Era un país de grandes proporciones, el segundo de Europa después de Rusia. Estaba industrializado, siendo un importante productor de carbón, acero y motores de helicóptero, así como de grano y semillas de girasol. Su población destacaba por su nivel educativo. En el momento de su independencia, en 1991, la población ascendía a 52 millones de personas, la segunda después de Rusia entre los Estados postsoviéticos. Estaba estratégicamente situado en el Mar Negro y hacía frontera con numerosos Estados de Europa del Este y futuros miembros de la OTAN. Poseía las que antaño habían sido las playas más hermosas de la URSS, en la península de Crimea, donde los zares rusos habían veraneado, así como el mayor puerto naval de aguas cálidas de la URSS, en Sebastopol. Había sufrido mucho durante el avance alemán en la Unión Soviética en 1941: de las 13 “ciudades heroicas” de la URSS, llamadas así porque fueron testigo de los combates más intensos y opusieron la mayor resistencia a los nazis, cuatro estaban en Ucrania –Kiev, Odesa, Kerch y Sebastopol–. Las economías de Rusia y Ucrania estaban profundamente entrelazadas. Las fábricas ucranianas de Dnipró eran una parte vital de la capacidad militar e industrial de la URSS, y los mayores gasoductos de exportación de Rusia pasaban por Ucrania. En palabras del historiador Dominic Lieven, describiendo la situación en torno a la Primera Guerra Mundial, Ucrania no podía ser más estratégica para Rusia. “Sin la población, la industria y la agricultura de Ucrania, la Rusia de principios del siglo XX hubiera dejado de ser una gran potencia”. Lo mismo ocurría, o parecía ocurrir, en 1991.

Ucrania no solo era importante para Rusia desde el punto de vista geopolítico. También lo era cultural e históricamente. Las lenguas rusa y ucraniana se habían bifurcado en algún momento del siglo XIII, y Ucrania tenía una literatura distinta y notable, pero las dos seguían siendo cercanas, casi tanto como el español y el portugués. Aunque la mayor parte de la población era étnicamente ucraniana, había, sobre todo en el este, una gran minoría étnica rusa. Y lo que es más importante, aunque el idioma oficial era el ucraniano, la lengua franca en la mayoría de las grandes ciudades era el ruso. Y todavía más significativo, la mayoría de la población hablaba los dos idiomas. En la televisión era habitual ver a un periodista, por ejemplo, hacer una pregunta en ruso y recibir una respuesta en ucraniano, o tener un panel de expertos para un concurso de talentos con dos jueces en ruso y dos en ucraniano. Era un país bilingüe, algo poco frecuente.

Desde una perspectiva nacionalista rusa, eso era un problema. ¿Por qué hablar dos idiomas cuando se puede hablar uno solo? Crimea era un punto especialmente delicado: la gran mayoría de la población se identificaba como rusa. Y una vez que se empezó a pensar en Crimea, se empezó a pensar también en el este de Ucrania. Un territorio en el que había muchos rusos. Por supuesto, también había rusos en otros lugares: en el norte de Kazajistán, por ejemplo, y en el este de Estonia. También había reivindicaciones irredentistas que propugnaban anexionarse a Rusia en estas zonas, y de vez en cuando estallaban. El escritor convertido en provocador político Eduard Limonov, por ejemplo, fue arrestado en Moscú en 2001 por una supuesta conspiración para invadir el norte de Kazajistán y declararlo república rusa étnica independiente. Pero ningún lugar ocupó un lugar tan central en el imaginario histórico ruso como Ucrania.

Durante los primeros 20 años de independencia, Rusia siguió muy de cerca los acontecimientos en Ucrania, e interfirió de diversas maneras, pero no llegó más lejos. Eso fue todo lo que necesitó. La gran población rusoparlante de Ucrania garantizaba, o parecía garantizar, que el país no se alejaría demasiado de la esfera de influencia rusa.

2. ¿Dónde empieza la patria? La visión desde Ucrania

En la propia Ucrania, incluso al margen de la presencia rusa, existían las tensiones propias del nacimiento de una nación. Muchos de los nuevos países postsoviéticos tenían su dosis de problemas: élites corruptas, minorías étnicas descontentas, una frontera con Rusia. Ucrania tenía todos estos elementos, y más. Como era un país extenso e industrializado, había mucho que robar. Como tenía un importante puerto en el Mar Negro, en la ciudad de Odesa, había una vía marítima de fácil acceso para poder robar. Como quedó claro en 2014, cuando llegó el momento de utilizarlo, gran parte del material del antiguo ejército ucraniano salió de contrabando a través de ese puerto.

Ucrania tal vez no estaba dividida, pero tampoco era reconocible como un todo unificado. Al haber sido conquistada y fragmentada tantas veces, la propia memoria histórica del país estaba fracturada. En palabras de un historiador, “sus diferentes partes tenían diferentes pasados”. Para empeorar la situación, uno de los aspectos más preciados de la cultura política de Ucrania, históricamente, el legado del Hetmanato cosaco del siglo XVII, era el anarquismo. Los cosacos originales eran guerreros que habían escapado de la servidumbre. Su sistema político se asentaba sobre la base de una democracia radical. Había algo hermoso en esto. Pero en términos de construcción de un Estado moderno, tenía sus inconvenientes. En un análisis de la CIA, ahora famoso, escrito poco después de la creación de la Ucrania independiente, se predijo que las posibilidades de que el país se desmoronara eran elevadas. Sin embargo, durante dos décadas el país no se desmoronó. Para bien y para mal, la democracia estaba muy arraigada en la cultura política ucraniana, y así, mientras que en Rusia el poder nunca se transfería a la oposición, en Ucrania sucedía una y otra vez. En 1994, el primer presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, fue expulsado del cargo en favor de Leonid Kuchma, que prometió mejorar las relaciones con Rusia y dar al idioma ruso el mismo estatus que al ucraniano. En 2004, su sucesor, Víktor Yanukóvich, fue destituido, tras masivas protestas por unas elecciones fraudulentas, en favor de un candidato más nacionalista y proeuropeo, Víktor Yúschenko. En 2010, Yúschenko perdió ante un resurgido Yanukóvich. Pero Yanukóvich fue destituido por la revolución del Euromaidán, en 2014. Un candidato nacionalista y multimillonario del chocolate, Petro Poroshenko, se convirtió en el siguiente presidente, pero fue sustituido por Volodímir Zelenski, un candidato pacifista y rusoparlante, en 2019.

La política ucraniana estaba repleta de conflictos. Las peleas a puñetazos en la Rada eran habituales y las protestas, una realidad cotidiana. Hubo protestas masivas contra Kuchma, por ejemplo, en el año 2000, cuando salió a la luz una grabación en la que aparentemente ordenaba el asesinato del periodista Georgiy Gongadze, cuyo cuerpo sin cabeza había sido encontrado en un bosque a las afueras de Kiev. Kuchma insistió en que las cintas estaban manipuladas. Fue acusado en 2011, pero poco después se retiraron los cargos porque un tribunal dictaminó que no podía admitir a trámite las cintas. Yúschenko, el candidato de la oposición en 2004, sobrevivió a duras penas a un envenenamiento con dioxina, que reunía todas las condiciones de una operación especial rusa. La ronda inicial de votaciones en 2004 estuvo marcada por graves irregularidades y un claro fraude electoral como no había ocurrido aún en Rusia. Se produjeron protestas masivas, conocidas como la Revolución Naranja, para conseguir otra ronda de votaciones, en la que ganó Yúschenko. Posteriormente, el propio Yúschenko presidió unas elecciones justas en 2010, que perdió. Y así sucesivamente.

Estos cambios de poder fueron alternativamente tumultuosos y ordinarios, pero reflejaron auténticas diferencias de opinión entre la población sobre lo que debía ser Ucrania. Algunos pensaban que Ucrania debía integrarse más en Europa, otros, que debía seguir alineada y estrechamente conectada con Rusia. Las diferencias culturales e históricas entre las distintas partes de Ucrania salían a la luz en tiempos de crisis.

Para los rusoparlantes y la población judía aún presente en Ucrania, el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, de la resistencia a la invasión y ocupación nazi, seguía siendo una referencia importante. Los nacionalistas ucranianos tenían una perspectiva diferente de estos acontecimientos. Para algunos, la ocupación de su país comenzó en 1921 –cuando los bolcheviques consolidaron el control de Ucrania– o en 1939 –cuando Stalin tomó la última parte de Ucrania occidental como parte del pacto Molotov-Ribbentrop entre Alemania y la URSS para dividir Polonia–. Otros incluso llevaban ese inicio a 1654, cuando el Hetmanato cosaco buscó la protección del zar ruso. Los famosos combatientes de la resistencia en tiempos de guerra, conocidos como el Ejército Insurgente Ucraniano, que se opusieron a la ocupación soviética y alemana en el oeste de Ucrania, y que eran vistos como villanos fascistas por los soviéticos, fueron, en la narrativa nacionalista, los George Washington de la historia ucraniana. 

Para los nacionalistas, la tragedia más importante del siglo XX no fue la invasión nazi, sino la gran hambruna de 1932-1933, en la que murieron millones de ucranianos. Se conoció como el Holodomor, o “matar de hambre”, y siempre consideraron que fue un acto deliberado de Stalin –y por extensión, de Rusia– para destruir la nación ucraniana.

Todas estas tensiones tuvieron lugar en un contexto de estancamiento económico. La economía ucraniana siempre fue una de las más débiles del antiguo bloque soviético. La corrupción era endémica y el nivel de vida, bajo. Ucrania dependía del gas barato de Rusia, así como de las “tasas de tránsito” que cobraba por el gas ruso que iba a Europa.

A los ucranianos que vivían bajo esta política oscilante, pasando de la esperanza a la decepción y viceversa, con lo que parecía una élite permanente que se limitaba a intercambiar la presidencia entre ellos, les parecía que sus vidas pasaban de largo. Un periodista que conocí en Kiev en 2010, que había participado en las protestas que formaron parte de la Revolución Naranja y que luego quedó decepcionado por la presidencia de Yúschenko, se lamentaba de las oportunidades perdidas. “Todo esto, mientras el tiempo pasa”, dijo. No podía creer lo poco que se había hecho desde 2005, y desde 1991. Pero el paso del tiempo tenía otra lectura. Cuanto más tiempo pasara, más podría unirse la frágil nacionalidad ucraniana. Porque, ¿qué significaba pertenecer a una nación? ¿Dónde, en palabras de la famosa canción soviética, empieza la patria? Según la canción, comienza con los dibujos del primer libro que te lee tu madre. Y con tus buenos y auténticos amigos de la casa de al lado. Cuantas más personas hayan nacido en Ucrania, en lugar de en la URSS, cuantas más personas hayan crecido pensando en Kiev como su capital en lugar de Moscú, y cuantas más hayan aprendido la lengua ucraniana y la historia de Ucrania, más fuerte será Ucrania. Volodímir Zelenski, en el programa de televisión que le hizo famoso en Ucrania y acabó catapultándole a la presidencia, interpreta a un profesor de historia de instituto que habla ruso y que de repente se convierte en presidente. En las breves escenas en las que vemos al personaje de Zelenski dando clases, interroga a sus alumnos sobre el gran historiador y político nacional ucraniano Mykhailo Hrushevsky.

3. El sentimiento de Rusia hacia la OTAN

Fue la violenta oposición rusa a la adhesión de Ucrania a la UE lo que a finales de 2013 precipitó el Euromaidán, que a su vez precipitó la anexión rusa de Crimea y la incursión en el este de Ucrania. Pero tras el final de la guerra fría, fue la expansión de la OTAN lo que más deterioró la relación entre Rusia y Occidente, una relación que hizo que Ucrania quedara atrapada en el medio.

La expansión de la OTAN se produjo muy lentamente, y luego aparentemente de golpe. Tras el colapso de la Unión Soviética, no estaba claro que la OTAN fuera a crecer. De hecho, la mayoría de los políticos y militares estadounidenses se oponían a la ampliación de la alianza. Incluso se habló, durante un tiempo, de disolver la OTAN. Había cumplido su objetivo, contener a la Unión Soviética, y ahora cada uno podía seguir su camino.

Esto cambió en los primeros años de la administración Clinton. El impulso para ese cambio vino de dos direcciones. Una fue un grupo de convencidos del impacto de la política exterior que formaban parte del consejo de seguridad nacional de Clinton, y la otra fueron los Estados de Europa del Este.

Después de 1991, los países poscomunistas de Europa del Este, especialmente Polonia, Hungría y Checoslovaquia, se encontraron en un entorno de seguridad incierta. La cercana Yugoslavia se estaba desmoronando y eran conscientes de que sus fronteras eran espacios de potencial disputa. Pero, sobre todo, tenían un vivo recuerdo del imperialismo ruso. No creían que Rusia fuera a permanecer en una situación de debilidad permanente, y querían alinearse con la OTAN mientras pudieran. “Si no nos dejan entrar en la OTAN, conseguiremos armas nucleares”, dijeron funcionarios polacos a un equipo de investigadores de un thinktank en 1993. “No confiamos en los rusos”.

A la hora de argumentar su posición, fue determinante que los líderes de los países de Europa del Este tuvieran una gran credibilidad moral ante Occidente. Fue tras una reunión con, entre otros, Václav Havel y Lech Wałęsa en Praga, en enero de 1994, cuando Bill Clinton anunció que “la cuestión ya no es si la OTAN admitirá nuevos miembros, sino cuándo”. Esta formulación -no si, sino cuándo- se convirtió en la política oficial de Estados Unidos. Cinco años más tarde, la República Checa –tras divorciarse pacíficamente de Eslovaquia–, Hungría y Polonia se incorporaron a la OTAN. En los años siguientes se incorporarían 11 países más, con lo que el número total de países de la alianza ascendería a 30.

Durante la reciente crisis, algunos expertos y políticos estadounidenses han afirmado que Rusia no se opuso a la OTAN hasta hace poco, cuando buscaba un pretexto para invadir Ucrania. Esta afirmación es ridícula. Rusia ha protestado contra la expansión de la OTAN desde el principio. El viceministro de Asuntos Exteriores ruso le dijo a Strobe Talbott, el principal contacto de Clinton con Rusia, en 1993, que “la OTAN es una palabra de cuatro letras” –una expresión que se emplea para referirse a los insultos, muchos de ellos con cuatro letras en inglés–. En una conferencia de prensa conjunta con Clinton en 1994, Boris Yeltsin, para quien Clinton había sido un aliado leal, reaccionó con furia cuando se dio cuenta de que la OTAN estaba avanzando en sus planes para incluir a los Estados de Europa del Este. Predijo que el resultado sería una “paz fría” en Europa.

Rusia era demasiado débil, y todavía demasiado dependiente de los préstamos occidentales, para hacer algo más que quejarse y observar con recelo cómo aumentaba el poder de la OTAN. La intervención de la alianza en Kosovo en 1999 fue especialmente molesta para los dirigentes rusos. Se trataba, en primer lugar, de una intervención en una situación que Rusia consideraba un conflicto interno. En aquel momento, Kosovo formaba parte de Serbia. Tras la intervención de la OTAN, dejó de formar parte de Serbia. Mientras tanto, los rusos hacían frente a una situación similar a la de Kosovo en Chechenia, y de repente les pareció que no era imposible que la OTAN pudiera intervenir también en ese escenario. Como me resumió un analista estadounidense que estudió a los militares rusos: “Se asustaron porque sabían cuál era la capacidad de las fuerzas convencionales rusas. Vieron cuál era la capacidad de las fuerzas convencionales estadounidenses. Y vieron que mientras ellos tenían muchos problemas en Chechenia con la minoría musulmana, Estados Unidos había intervenido para separar con éxito Kosovo de Serbia”.

Al año siguiente, Rusia cambió oficialmente su doctrina militar para afirmar que, en caso de amenaza, podría recurrir al uso de armas nucleares tácticas. Uno de los autores de la doctrina dijo al periódico militar ruso Krasnaya Zvezda que la expansión de la OTAN hacia el este era una amenaza para Rusia y que esa era la razón de la reducción del umbral para el uso de armas nucleares. Esta afirmación se produjo hace 22 años.

La segunda ronda postsoviética de expansión de la OTAN fue la de mayor envergadura. Acordada en 2002 y oficializada en 2004, incorporó a la alianza a Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia. Casi todos estos Estados formaban parte del bloque soviético, y Estonia, Letonia y Lituania, los “bálticos”, formaban parte de la Unión Soviética. Ahora se habían unido a Occidente.

Mientras esto ocurría, una serie de acontecimientos sacudieron la periferia rusa. Las “revoluciones de colores” –que se sucedieron rápidamente en Georgia en 2003 (Rosa), Ucrania en 2004 (Naranja) y Kirguistán en 2005 (de los tulipanes)– utilizaron las protestas masivas para expulsar a líderes prorrusos corruptos. Estos acontecimientos fueron acogidos con gran entusiasmo en Occidente, que los consideró un renacimiento de la democracia. Mientras, el Kremlin los veía con escepticismo y temor, por considerarlos una invasión del espacio ruso. En Estados Unidos, los responsables políticos celebraron que la libertad se pusiera en marcha. En Moscú, existía la preocupación, vista por algunos como un tanto paranoica, de que las revoluciones de colores fueran obra de los servicios secretos de Occidente, y que Rusia fuera el siguiente objetivo.

Puede que el Kremlin no tuviera razón sobre un complot occidental de largo alcance, pero no se equivocaba al pensar que Occidente nunca lo vio como un igual. El hecho es que en cada momento, en cada punto de fricción, en cada situación, Occidente, y Estados Unidos en particular, hizo lo que le vino en gana. A veces fue exquisitamente sensible y cuidadoso con las percepciones rusas; otras veces, arrogante. Pero en todos los casos, Estados Unidos tiró millas. Con el tiempo, esta forma de actuar se normalizó. Las relaciones entre ambas partes se deterioraron y las posiciones se endurecieron. En 2006, Dick Cheney pronunció un agresivo discurso en la capital lituana, Vilna, en el que celebró los logros de las naciones bálticas. “El sistema que ha traído tanta esperanza a las orillas del Báltico puede traer la misma esperanza a las lejanas orillas del Mar Negro, y más allá”, dijo. “Lo que es cierto en Vilnius también lo es en Tiflis y Kiev, y en Minsk, y en Moscú”. Como señalan Samuel Charap y Timothy Colton en su excelente historia del conflicto de Ucrania de 2014, Todo el mundo pierde, “sólo se puede conjeturar la reacción a tales declaraciones en el Kremlin”.

Un año después, en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007, en lo que se considera un punto de inflexión clave en las relaciones entre Rusia y Occidente, Putin respondió, arremetiendo contra Estados Unidos y su sistema unipolar por su “arrogancia”, su “desprecio del derecho internacional” y su “hipocresía”. “Nos dan lecciones constantes de democracia”, dijo sobre la relación entre Rusia y Estados Unidos. “Pero por alguna razón consideran que esa lección no va con ellos”.

La advertencia fue escuchada, pero no atendida. En abril de 2008, los países de la OTAN se reunieron en Bucarest y prometieron que Georgia y Ucrania “se convertirían en miembros de la OTAN”. Fue, como muchos han señalado desde entonces, lo peor de ambos mundos: una promesa de adhesión sin ninguno de los beneficios reales, en forma de garantías de seguridad, que esa adhesión conllevaría. Unos meses más tarde, en lo que hasta ese momento era, con mucho, la acción militar más importante fuera de sus fronteras, Rusia derrotó a Georgia en una violenta guerra de cinco días.

En retrospectiva, se podría argumentar que si la OTAN se hubiera movido más rápido y hubiera aceptado a Ucrania y Georgia mucho antes, nada de lo que siguió habría sucedido. La ventaja de este argumento es que cuenta con ejemplos que lo refuerzan: los países bálticos entraron en la OTAN y, a pesar de ser antiguas repúblicas soviéticas, han sufrido relativamente poco acoso ruso desde entonces. Pero también se podría argumentar que, ante la creciente alarma rusa y las repetidas advertencias sobre las “líneas rojas” al avance de la OTAN, los Estados Unidos y sus aliados deberían haber sido más prudentes. Deberían haber tenido en cuenta la especificidad de los lugares con los que estaban tratando, en particular Ucrania. Ucrania no era Rusia, según la famosa frase de Leonid Kuchma, pero tampoco era Polonia. Uno de los problemas de la candidatura de Ucrania a la OTAN en 2008, por ejemplo, impulsada por el gobierno de Yúschenko, afín a Occidente, fue que resultó impopular dentro de Ucrania, en gran parte porque los ucranianos sabían lo que pensaba Rusia al respecto, y estaban preocupados. Con toda la razón.

Pero cuando la OTAN y la UE se expandieron hacia el este, sus representantes consideraron que no hacer concesiones a un régimen que consideraban que intentaba intimidarlos a ellos y a Ucrania era una cuestión de principios. De nuevo, puede que tuvieran razón en principio. En la práctica, Putin ha estado advirtiendo de sus intenciones de invadir el país, de una forma u otra, durante 15 años. Son muchas las personas que afirman ahora que deberíamos haber sido mucho más duros con Putin mucho antes, que las sanciones que estamos viendo ahora deberían haberse impuesto tras la guerra de Georgia en 2008, o tras el envenenamiento con polonio de Alexander Litvinenko en Londres en 2006. Pero también se puede argumentar que deberíamos haber reflexionado más profundamente sobre cómo crear un acuerdo de seguridad, y uno económico, en el que Ucrania nunca se hubiera enfrentado a una elección tan fatídica.

4. Lo que piensa Putin

Sin embargo, en el centro de esta tragedia se encuentra un hombre: Vladímir Putin. Se ha embarcado en una guerra asesina y criminal que también parece casi seguro que será juzgada como un colosal error estratégico, uniendo a Europa, reforzando a la OTAN, destruyendo su propia economía y aislando a su propio país. ¿Qué ha pasado?

Siempre ha habido múltiples visiones sobre quién es Putin que compiten entre sí y que se sitúan en diferentes ejes en cuanto a su competencia, su inteligencia y su moral. Es decir, algunas personas que pensaban que era malvado también pensaban que era inteligente, y algunas personas que pensaban que simplemente defendía los intereses rusos también pensaban que era incompetente.

Hace cinco años, en este artículo, durante el auge de la admiración hacia las habilidades de Putin que siguió a la elección de Donald Trump, argumenté que Putin era básicamente un político “normal” en el contexto ruso. Eso no significaba que fuera en modo alguno admirable –la forma en que dirigió la guerra en Chechenia, que lanzó su candidatura presidencial, era prueba suficiente de sus malas intenciones–. Tampoco creía que debiera hackear los correos electrónicos de Hillary Clinton. Sin embargo, pensaba que, dada la historia de Rusia, su traumática experiencia de la transición postsoviética, la dinámica interna del régimen de Yeltsin y el contexto geopolítico más amplio, la persona que tomara el relevo de Yeltsin era casi seguro que sería un autoritario nacionalista, se llamara o no Vladímir Putin. La pregunta parecía ser: ¿se habría comportado de forma muy diferente otro autoritario nacionalista que no se llamara Putin? Sobre esto había algunas pruebas limitadas en las personas de Boris Yeltsin (autor de la primera guerra en Chechenia) y Dmitri Medvédev (autor de la guerra en Georgia) de que no lo haría.

El momento, al menos en mi opinión, en el que Putin hizo que estas cuestiones fueran irrelevantes, fue el intento de envenenamiento con un agente nervioso del opositor Alexei Navalni, un intento de asesinato que casi con toda seguridad habría tenido que contar con la aprobación de Putin. Otros asesinatos políticos en Rusia me han parecido menos evidentes. Había buenas razones para creer que la periodista Anna Politkovskaya y el político Boris Nemtsov, por ejemplo, habían sido asesinados por orden del caudillo checheno Ramzan Kadyrov. Y aunque Kadyrov era un fiel aliado de Putin, no eran iguales. Posiblemente se trataba de una distinción menor, y sin embargo parecía que hablar de una dictadura en Rusia oscurecía el hecho de que el país todavía tenía cierto espacio, aunque se reduce cada año, para la vida política y la libertad de pensamiento. Ahora estamos viendo cómo es una verdadera dictadura rusa: todo atisbo de medio de comunicación independiente ha sido cerrado, los periodistas amenazados con 15 años de prisión si informan a partir de fuentes que no son las oficiales, la agresión policial desenfrenada e incontestable contra los manifestantes pacifistas. Con la invasión de Ucrania, no queda nadie que piense que Putin se limita a actuar como un político ruso postsoviético al uso.

¿Se puede explicar cómo razona Putin? En este caso, existen factores objetivos y subjetivos. Objetivamente, no se equivocaba al pensar que Ucrania se estaba integrando cada vez más en Occidente. El Acuerdo de Asociación UE-Ucrania al que se había opuesto tan ferozmente en 2013 se había firmado en 2014 y había entrado en vigor en 2017. También la OTAN estaba en camino. Ahora había armas y personal de la OTAN en Ucrania. El intento de Putin de ejercer el control sobre la política ucraniana mediante la creación de las repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk había fracasado. De hecho, no sólo había fracasado, sino que le había salido el tiro por la culata. Los ucranianos que en un inicio no se había mostrado entusiasmados con la OTAN, ahora apoyaban su adhesión, y muchos de los que habían albergado sentimientos prorrusos habían visto lo que los títeres rusos habían hecho en las repúblicas separatistas. Ucrania, una democracia imperfecta, obtuvo una puntuación de 61 en la escala de la organización Freedom House en 2021; las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk (Donbás Oriental) obtuvieron un 4. Nadie quería eso para sí. Putin había ganado Crimea y algún territorio en el este, pero había perdido Ucrania. Tras la victoria del candidato presidencial demócrata Joe Biden, que señaló un renovado compromiso estadounidense con Europa y la OTAN y, entre otras cosas, con Ucrania, todo parecía indicar que la situación se estaba volviendo cada vez menos favorable a Putin.

Pero no se quedó sin opciones. En 2015 había conseguido, por la fuerza de las armas, el acuerdo de Minsk-2 –un oneroso acuerdo de paz, nunca aplicado por ninguna de las partes–, que había obligado a Ucrania a reintegrar las repúblicas de Donetsk y Lugansk en una Ucrania federada, donde tendrían esencialmente poder de veto sobre la política exterior del país; quizás, en 2022, podría conseguir también un Minsk-3. Y si anteriormente había dejado la aplicación del acuerdo de Minsk en manos de un gobierno ucraniano elegido democráticamente, podría decidir no volver a cometer ese error. Podría instalar un líder en Kiev en el que pudiera confiar. Un mes antes de la invasión, el gobierno británico declaró que poseía información de sus servicios de inteligencia que indicaba que Putin planeaba hacer exactamente eso.

Y aquí entramos en los factores subjetivos: ¿por qué, en retrospectiva, pensó Putin que podía realizar esta maniobra en un país del tamaño de Ucrania? En parte, sin duda, envalentonado por una cadena de victorias militares en Chechenia, en Georgia, en Crimea y en Siria. Había tenido un gran éxito, a menudo con un coste relativamente bajo, y se había convertido en una especie de “aguafiestas” de la estrategia de Occidente en varias partes del mundo.

También debió de envalentonarse con lo ocurrido en Ucrania en 2014. Crimea se había rendido a Rusia sin un disparo. Unas semanas más tarde, un pequeño grupo de mercenarios de mediana edad había sido capaz de avanzar 160 kilómetros hacia Ucrania y capturar una pequeña ciudad llamada Sloviansk, encendiendo la fase activa de la guerra en el este de Ucrania. Si un grupo de desarrapados pudo hacer algo así, imagínense lo que podría hacer un ejército de verdad.

Asimismo, ha pesado el factor de que Putin no creía que Ucrania fuera un país real. Esta no es una visión solo de Putin; muchos rusos, por desgracia, no ven por qué Ucrania debería ser independiente. Pero con Putin esto se ha convertido en una verdadera obsesión, impermeable al hecho de que todo apunta en la dirección contraria. Otro tipo de líder vería que Ucrania se niega a plegarse a su voluntad y concluiría que es una entidad independiente. Pero para Putin esto solo podría significar que era una entidad controlada por un tercero. Al fin y al cabo, este era el caso en las partes de Ucrania que Putin había conquistado: había instalado políticos títeres para dirigir las autoproclamadas repúblicas populares del este de Ucrania. Así que quizás era lógico que Occidente también hubiera instalado un títere, Zelenski, que huiría a la primera de cambio si la situación escalara.

5. ¿Dónde acaba esto?

Casi todo el mundo se ha sorprendido por la ferocidad de la resistencia ucraniana: Putin, obviamente, pero también los analistas militares occidentales que habían predicho con exactitud la invasión, pero que pensaban erróneamente que la guerra acabaría muy rápido, y posiblemente, incluso los propios ucranianos. Antes de la guerra, los sociólogos que estudiaban Ucrania señalaban una voluntad bastante elevada por parte de los ucranianos de luchar por su país, pero una cosa es decírselo a un sociólogo y otra ir al campo de batalla a luchar. Sin embargo, resulta ya evidente que los ucranianos han decidido combatir.

Está claro que Putin no esperaba que Volodímir Zelenski se convirtiera en Winston Churchill. En 2019 ganó las elecciones con un posicionamiento pacifista. Un político sin experiencia del sureste industrial del país, ganó con un impresionante 73% de los votos en una segunda vuelta contra Petro Poroshenko. El lema de campaña de este último había sido “¡Ejército! ¡Lengua! Fe”. Zelenski, por el contrario, fue votado por ser un soplo de aire fresco, alguien que iba a hacer las cosas de forma diferente, y también alguien que indicaba su voluntad de intentar negociar con Putin para poner fin a la guerra. La campaña de Poroshenko repetía con insistencia que Zelenski era un títere del Kremlin que vendería el país. La gente le votó de todos modos.

Antes de la guerra, la popularidad de Zelenski había caído. Su índice de aprobación no superaba el 20%. No había logrado encontrar una solución pacífica al enconado conflicto de la región del Donbás y había empezado a perseguir a sus oponentes. Viktor Medvedchuk, un estrecho aliado de Putin que era considerado su hombre clave en Ucrania, fue puesto bajo arresto domiciliario, y Poroshenko, que sigue siendo el principal rival político de Zelenski, fue acusado de traición por algunos negocios que tuvo con Medvedchuk y las regiones separatistas en 2014. Y luego, cuando los nubarrones de la guerra empezaron a crecer, Zelenski insistió en que la amenaza no era real. Criticó a la administración Biden por su retórica alarmista. La noche anterior a la invasión, dijo a los ucranianos que podían dormir tranquilos. Pero los primeros misiles rusos alcanzaron sus objetivos antes del amanecer.

El día anterior, en su angustioso llamamiento de última hora al pueblo ruso, Zelenski había dejado claro que no quería una guerra. Pero también era cierto que no tenía mucho margen para llegar a un acuerdo. El único camino claro hacia la paz –la aplicación de los acuerdos de Minsk– se había vuelto, con el paso del tiempo, aún más intolerable para los ucranianos de lo que había sido en el momento de su firma. Al fin y al cabo, a la gente no le gusta sentirse intimidada por un vecino de mayor tamaño y más agresivo. Y la mayoría de los observadores señalaron que, por muy aterradora que fuera una invasión rusa, un pacto en el que Zelenski que cediera demasiado probablemente llevaría al derrocamiento de su gobierno.

Si la única forma de evitar la guerra era mediante una rendición cobarde, entonces tendría que haber guerra. Ucrania lucharía. Y ha luchado.

Ahora, cuando el ejército ruso se refuerza y comienza a bombardear las ciudades ucranianas, los gobiernos de la OTAN se enfrentan a un doloroso dilema: o bien observan con horror cómo mueren ucranianos inocentes, o bien implicarse más y arriesgarse a que el conflicto escale. Es imposible predecir hacia dónde nos lleva esta situación En el momento de escribir este artículo, con dirigentes rusos planteando exigencias maximalistas, un acuerdo parece lejano. Y en caso de que Rusia reduzca sus exigencias, si Zelenski será capaz de aceptar una Crimea rusa y el este de Ucrania después de toda la sangre que su pueblo ha derramado –y, de hecho, si el pueblo lo aceptará– es una cuestión abierta.

Algún día, la guerra terminará, y más tarde, aunque probablemente no tan pronto como uno podría esperar, el régimen en Rusia tendrá que cambiar. Habrá otra oportunidad para acoger a Rusia de nuevo en el concierto de las naciones. Nuestro trabajo en Occidente será entonces hacerlo de forma diferente a como lo hemos hecho esta vez, en el periodo postsoviético. Pero esa es una tarea para el futuro. Por ahora, con angustia y dolor, seguimos a la espera observando la situación. 

Traducido por Emma Reverter.

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