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(julio-septiembre 2019)
Cuadernos de cultura crítica y conocimiento
MARC AUGÉ
SUEÑO Y POTENCIA DE LA ANTROPOLOGÍA
Número coordinado por:
José Antonio González Alcantud, Universidad de Granada (España)
Los no-lugares más allá del lugar común
MANUEL DELGADO
1. Lugares y no-lugares
Pocas nociones han tenido más éxito entre las procuradas desde la antropología
—que no, como veremos, por la antropología— que la de no-lugar propuesta por
Marc Augé (1992), manejada por una cantidad notable de teóricos y profesionales de la vida urbana y, más allá, de las sociedades contemporáneas, en general
para etiquetar algunos de sus escenarios más detestables (Gillet, 2006). La prodigalidad de ese empleo ha acabado haciendo del no-lugar paradójicamente un lugar común, una especie de concepto-comodín de valor semántico sobreentendido en condiciones de ser aplicado a realidades espaciales a las que atribuirles
cualidades negativas, cuales son el anonimato, la monotonía, la frialdad, la carencia de personalidad y de memoria...: las habitaciones de los hoteles, los cajeros
automáticos, las grandes superficies comerciales, las terminales de los aeropuertos, los campos de refugiados, los hipermercados, las autopistas, etc.
La celebridad del no-lugar augéiano encontraría su explicación en su capacidad para expresar la imposibilidad de determinados espacios de la sociedad-mundo actual de devenir marco para el cruce y el intercambio de experiencias e iniciativas, puesto que se oponen a todo cuanto pudiera parecerse a lo que son o
fueron puntos identificatorios, relacionales e históricos, dotados y proveedores
de organicidad social: el hogar, el barrio, los límites del pueblo, la plaza pública; la
iglesia, el santuario o el castillo; el monumento histórico. El no-lugar es justo lo
contrario de la utopía, pero no solo porque existe empíricamente, sino sobre todo
porque no postula, antes bien niega, la posibilidad de un orden de nexos humanos duraderos y mucho menos de una historia colectiva. Asimbólico, insensato,
irreconocible, se multiplica y por él pululan o recalan individuos solitarios, desafiliados, indistinguibles. De hecho, las grandes ciudades se han convertido en su
totalidad en no-lugares, en la medida en que han ido desapareciendo de ellas
espacios singulares de sociabilidad, se repiten en sus calles unos mismos establecimientos comerciales —de las grandes firmas internacionales a los modestos
badulaques regentados por pakistanís— y los criterios arquitectónicos, urbanísticos y de diseño que se le aplican se han unificado y producen paisajes idénticos
unos a otros. Por otra parte, los propios no-lugares se yuxtaponen y se imbrican,
de manera que las estaciones de servicio están diseñadas y organizadas igual que
los aeropuertos o los supermercados (Augé, 2017). La proliferación de imágenes
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televisivas, el ciberespacio y la telefonía móvil han agudizado todavía más esa
tendencia civilizatoria y han generado un no-lugar virtual planetario del que ya
parece imposible escapar (Augé, 2010).1
La noción de no-lugar no es original, tal y como el propio Augé se ocupa de
advertir, por mucho que sean tantas las referencias que le atribuyen a él un neologismo que tampoco es tal. Antes de su ensayo sobre la sobremodernidad, el nolugar aparece entre una colección de libros que, a lo largo de la década de los años
setenta y principios de los ochenta, y en el ambiente intelectual francés (Brochot
y Soudière, 2012), suscitan la emergencia protagonista del concepto de lugar respecto de las teorías sobre el espacio, el territorio y el paisaje que habían sido centrales en la filosofía, la arquitectura, el arte o las ciencias sociales en general. No
es que la cuestión del lugar no esté registrada en la historia de la filosofía —de la
Física de Aristóteles al ser en de Heidegger—, pero es en ese momento en que
diversos autores —Moles, Sansot, Perec, Frémont, Augoyard, Marin, Duvignaud,
Certeau, Nora...— coinciden en hacer propuestas teóricas centradas en el asunto
de la localización de los seres y las cosas en el espacio como clave para abordar
cuestiones relativas a la sociedad moderna.
En ese marco las actualizaciones teóricas sobre el topos o locus clásicos son
diversas, pero coinciden en subrayar el valor que el recurso conceptual tiene para
remitir a la impasibilidad geométrica y física de una porción de territorio, considerado como propio, apropiado o apropiable, lo que hace que «tener lugar» signifique al mismo tiempo tener un sitio, pero también acontecer, ocurrir, de igual
manera que «dar lugar» quiere decir ocasionar, hacer que algo se produzca. Es lo
que permite decir que algo o alguien estén allí, aquí o entre. El lugar se define por
haber sido ocupado o estar a la espera de un objeto o entidad que los reclame
como suyos —«un lugar para cada cosa, una cosa para cada lugar»—. También
alude a la plasmación espacial de un cierto papel o estatuto social reclamado o
atribuido, de donde las expresiones «estar en mi lugar», «poner a alguien en su
lugar» o «estar fuera de lugar». La noción también sirve para tener una idea de
cuál es el juego de posiciones que conforma una situación, que es en lo que consiste «hacerse una composición de lugar».2 En relación con ello, la noción de nolugar puesta en circulación por Marc Augé ha venido siendo reconocida como en
oposición a la de lugar como espacio relacional y centrado,3 lo que el autor denomina lugar antropológico, es decir lo que la antropología como disciplina había
definido como lugar.
En cambio, desde el punto de vista meramente sintáctico, no-lugar no tendría
el sentido adversativo que le atribuye Marc Augé, puesto que sería lo que niega el
lugar, no lo que se le enfrenta, en tanto el prefijo no no implica lo contrario o
inverso del sustantivo que modifica —a la manera de contra o anti—, sino su
inexistencia.4 El no-lugar es, pues, un a-lugar, lo que le haría corresponderse con
la atopía a la que se había referido, por ejemplo, Paul Virilio (1984) para nombrar
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el resultado, en forma de desaparición del territorio, de la imposición de los vectores de velocidad en la sociedad contemporánea, dando pie a una tiranía del «no
lugar de la velocidad» (19). De hecho, la definición de no-lugar como ausencia o
disolución del lugar fue la que hicieron suya los autores que emplearon el término
antes de la publicación del libro de Marc Augé y en el propio escenario intelectual
francés. Ese sería el caso de tres obras producidas casi consecutivamente en el
entorno de aquel nuevo interés por la relación entre espacio y lugar: Lieux et nolieux, de Jean Duvignaud, de 1977; Pas à pas, de Jean-François Augoyard, de 1979;
y La invención de lo cotidiano,5 de Michel de Certeau, de 1980, de este último el
único no-lugar con el que dialoga el de Augé en el último capítulo de Los nolugares (85-9o).
A pesar de que le da nombre a su obra, Jean Duvignaud (1977) solo le dedica
unas páginas al concepto de no-lugar (125-126), en las que, siguiendo a Descartes, asocia este a la cualidad primera de las cosas de ser por fuerza ajenas a ellas
mismas y resultar de la proyección de un «mí» que es «un no-lugar del espíritu».
Es desde ese no-lugar intelectual desde el que se distribuyen los lugares que uno
encuentra en el mundo, en una operación geométrica de la que el resultado es el
espacio extenso mismo, «espacio donde yace todo lo que no contiene el espíritu,
conteniendo solo el puro movimiento de una razón». De ahí la pregunta que
Duvignaud y la filosofía se plantean: «¿Quién piensa en mí este otro lugar? ¿Qué
es este “no lugar” que determina los “lugares”?» (126).6 Es también ese el punto de
partida de esa búsqueda que el pensamiento emprende en pos de un lugar sin
dimensiones, fuera del universo pensado, anterior a la experiencia de este. Así,
todas las «cristalizaciones del espacio» son lugares percibidos y experimentables,
inseparables del no-lugar matriz que los proyecta y reconoce. En otro texto, Duvingaud (1994), propone un ejemplo de cómo el lugar y el no-lugar conviven y se
complementan: el espejo, que es al mismo tiempo el lugar y el no-lugar del «mí».
Si esta idea de no lugar se emparenta con ese espacio del pensamiento puro que
encontramos antes en otros autores —se volverá a ello enseguida—, otra surgiría
si tuviéramos en cuenta la manera como, en la primera página de su libro, define
lo que llama la no-ciudad, que es «lo otro —los espacios y las obsesiones nómadas» (1977: 13). La no-ciudad es, en efecto, para Duvignaud, lo que de distinto,
difuso e indefinido envuelve la ciudad y que eventualmente la atraviesa, lo que
valdría también para ese no-lugar inestable e incierto que rodea la presunta firmeza de todo lugar anclado, como acechándolo, pero también recorriéndolo por
dentro como un gusano.
En Pas à pas, Jean-François Augoyard (1979) emplea el término no-lugar en
varios sentidos, siempre en relación con las actividades ambulatorias de individuos por entre los volúmenes construidos de un barrio de bloques en Grenoble,
L’Arlequin. Por una parte, anticipa en algo la definición de Augé, en tanto resulta
de la impresión que le suscita al viandante el deambular cotidiano ante locales de
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personalidad poco definida, demasiado grandes o con nombres no aclaratorios
acerca de su oferta, establecimientos con los que los que todavía no se ha familiarizado al pasar y que pueden convertirse durante un tiempo o siempre en nolugares (80). También son no-lugares, en un sentido parecido al que sugerirá Marc
Augé después, aquellos considerados inhabitables porque entre caminar y quedarse no es posible ninguna articulación, lugares tan solo de paso o por los que
hay que pasar, homogéneos y que son vividos a la manera de una presencia ausente. Suele corresponder a las zonas menos frecuentadas de un barrio o a las que
suscitan indiferencia (124-125). Por otra parte, Augoyard llama «apropiaciones
por no-lugar» a aquellas a las que se puede abandonar el transeúnte cuando lleva
a cabo transcursos, que cuando son «vividos según una modalidad impregnada
de imaginario tienden a perder su naturaleza de lugar inserto en un contexto
espacio-geométrico acabado» (125), lo que conduce a una distorsión cognitiva o
desrealización, un añadido de fascinación que hacen de ellos no lo que son, sino
lo que podrían ser.
Michel de Certeau ya había empleado el concepto de no-lugar en sus escritos
teológicos, como recogeremos más adelante, pero se incorpora al contexto en el
que nos encontramos ahora —la problematización del lugar en el panorama francés de los años setenta-ochenta—, con una obra cuya influencia no ha hecho más
que crecer, La invención de lo cotidiano (2000 [1980]), En ella, Certeau usa el
concepto de no-lugar de manera diversa, pero siempre asociada a la ausencia de
lugar propio, a la movilidad y a las virtudes estructurantes del intersticio y la
inestabilidad.
Por un lado, el lugar de las tácticas es un no-lugar, puesto que las artimañas y
las astucias —a veces bien sutiles— de los débiles frente a los fuertes no tienen
lugar propio y el lugar donde llevan a cabo sus contraataques furtivos es siempre
el del otro (43). Propone el ejemplo de los relatos de milagros, que brindan a los
dominados, la posibilidad de lugar inexpugnable desde el que desbaratar la supuesta fatalidad del orden social, un lugar que en tanto utópico constituye un nolugar (21-22). En otro momento, se refiere a los sabios que también emplean tácticas, maneras de hacer basadas en el ardid y, entre ellos, coloca a Michel Foucault
en un no-lugar desde el que ejecutar su propio arte de aprovechamiento de las
coyunturas y las ocasiones, en su caso jugando con algo parecido a una erudición
retórica y con pretensión analítica (89). Esa lógica de las oportunidades en que se
fundamenta la vigencia entre nosotros de la metis griega requiere una memoria
que acumule experiencias potencialmente útiles. Puesto que esa memoria es pragmática y está al servicio de la búsqueda y aprovechamiento de las ocasiones, ha de
ser móvil, de tal manera que los detalles que la componen «jamás son lo que son:
ni objetos, pues escapan como tales; ni fragmentos, pues forman el conjunto que
olvidan; ni totalidades, pues no se bastan a sí mismos; ni estables, pues cada recuerdo los altera. Este “espacio” de un no lugar movedizo tiene la sutileza de un
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mundo cibernético» (10).
La otra acepción del no-lugar de Certeau está en deuda con la de Augoyard,
sobre todo por lo que hace al valor de las prácticas caminatorias cotidianas y la
manera como los viandantes trazan trayectorias que funcionan a la manera de
figuras de la retórica. Lugar y no-lugar no constituyen para él los términos de una
dicotomía. Ambos coexisten, se enfrentan y se complementan, puesto que concretan nuestra relación con un universo hecho de discontinuidades y fragmentaciones. Ese no-lugar es una comarca diseminada y sin centro, que nos recuerda
hasta qué punto somos tributarios de nuestros ires y venires. El lugar es sincrónico o acrónico; el no-lugar es, nos enseña Certeau, diacronía, puesto que convierte
una articulación temporal de lugares en una secuencia espacial de puntos. El lugar es el sitio del que se parte, por el que se pasa, o al que se llega. El no-lugar es lo
que ese movimiento —dicho, soñado o caminado— produce y que no es otra
cosa que «una manera de pasar» (115). Eso es lo que hace de las prácticas urbanas
una masiva experiencia de la carencia de lugar, puesto que suponen la disolución
de los sitios en trayectorias. Diríamos que el no-lugar que Augé es un paisaje,
para Certeau sería más bien un pasaje. De la apoteosis del espacio sin creación y
sin sociedad que sería el no-lugar augéiano, pasaríamos a la categorización del
no-lugar como espacio hecho de recorridos trasversales en todas direcciones y de
una pluralidad fértil de intersecciones. El no-lugar sería lo que nihiliza o anonada
el lugar como punto o área estable de una morfología urbana o cualquier otro
territorio, como establecimiento de una organización social estructurada o como
orden político basado en instituciones, y la ciudad, en esencia, «un universo de
sitios obsesionados por un no lugar o por los lugares soñados» (116).7
Aunque no pueda hacérsele caber entre los teóricos del espacio que derivan
su atención hacia el tema del lugar, Henri Lefebvre también recurre al concepto
de no-lugar en algunos de sus escritos. Lo hace en La producción del espacio para
referirse a espacios en que la finitud de las prácticas sociales es purificada y liberada y se detiene para abrirse a la vigencia cercana de lo infinito y lo absoluto. Se
trata de los espacios sociales consagrados a la iniciación y al misterio, espacios
vedados porque en ellos se establece contacto directo con lo invisible. «Así, sin
duda, todos los lugares sagrados y malditos, lugares asociados a la presencia y
ausencia de los dioses, a su muerte y a las potencias ocultas o exorcizadas, son
lugares reservados. De suerte que en el espacio absoluto lo absoluto no tiene lugar
(estaríamos ante un no-lugar)» (Lefebvre, 2013 [1974]: 94). Más tarde, y en relación a la obra de arte, Lefebvre (1983) sostenía que esta no refleja en ningún caso
lo real, sino que lo desplaza y suplanta sobreponiéndole una realidad distinta, de
manera que «toda obra contiene una utopía; es el lugar de un no lugar. No dice las
contradicciones de lo real sino que las muestra superándolas, resolviéndolas en la
ficción-real» (229).
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2. Un lugar en ningún lugar y por doquier
Hasta aquí las maneras como los no-lugares aparecen en el marco ya mencionado
de una preocupación naciente por la cuestión del lugar en el contexto intelectual
francés de los años setenta y ochenta del siglo pasado, siempre antes de la publicación de Los no-lugares, de Marc Augé. Pero el concepto de no-lugar aparece
antes para nombrar un espacio de dislocación, susceptible de darse la vuelta como
un guante, de multiplicarse hasta el infinito o disolverse en sombras. Lo propone
Robert Smithson (1996 [1967]), que define sus non-sites como lugares que podrían ser y representar otros lugares con los que aparentemente no guardan ninguna relación ni morfológica ni simbólica, paisajes sin forma y sin ni pasado, ni
futuro, solo presente al mismo tiempo eterno y efímero, por lo que llevar a cabo
desplazamientos que son en realidad merodeos por tierras ilocalizables.8 Como si
un lugar fuera algo así como un espejo tridimensional en que se viera reflejarse
otro lugar, generando un lugar-ninguno. De este modo, su earthwork «Passaic
River», de 1967, fue una excursión a los alrededores marginales de su ciudad,
Passaic, Nueva Jersey, siguiendo la ribera del río que le da nombre y dando con
monumentos extraños que habían llegado hasta allí llevados por el desorden y el
azar. A esa región disgregada, «panorama cero», la llama no en vano non-site. La
obra-excursión es una pieza interminable, hecha con los objetos obtenidos en el
viaje, las fotografías, los vídeos, los mapas, las anotaciones del artista, pero también la presencia de quienes le acompañaban en su merodeo por un sitio sin sitio,
lugar en que nació pero que ahora se convertía en otra cosa, «una tierra que ha
olvidado el tiempo», desde otro punto de vista o a reinterpretarlo: «cuando atravesé el puente, era como si caminara sobre una fotografía enorme hecha de madera y acero y, debajo, el río existía como una película enorme que no mostraba
más que una imagen continua en blanco» (Smitshon, 2006 [1967]: 75).9
No es cosa de pararse a dilucidar quién fue el primero en incorporar la idea de
no-lugar a la filosofía, pero es cierto que Jacques Derrida (1989 [1967]) lo hace en
un texto precoz en el asunto que aquí nos interesa aquí, aquel en que critica como
etnocéntrica la noción de estructura en Lévi-Strauss y se fija en su exigencia de
centro, pero un centro hueco, y de hecho inexistente, al que se llega cuando se
descubre que no se puede huir del discurso, centro que «no tenía un lugar natural, no era un lugar fijo sino una función, una especie de no-lugar en el que se
representaban sustituciones de signos hasta el infinito» (385).10 Derrida vuelve a
esa noción para reclamar una región desde la que poder pensar el pensamiento,
o, como quería Heidegger (1986 [1947]: 23), hacer que el pensamiento piense
contra sí mismo. Se trata de dar con «un no-lugar, un lugar no filosófico, desde el
que cuestionar la filosofía», es decir un sitio desde el que la filosofía pueda reflexionar sobre ella misma de otra forma (Derrida, 2012 [1981]: 9).
Esta misma idea la repite Derrida cuando dialoga con Heidegger, evocando la
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manera griega de aprehender el mundo desde una experiencia originaria y fundamental, un desdoblamiento que induce a «un pensamiento del abismo [...], y el
abismo sería “aquí” uno de los lugares o no-lugares listos para llevarse todo en
este juego» (Derrida, 2005 [1978]: 305). Derrida (1993) encuentra incluso quién
podría encarnar la personificación del no-lugar más allá o antes del discurso: el
Sócrates del Timeo de Platón. En efecto, Sócrates simula colocarse en un ámbito
exento que es el de la gente sin lugar propio. La misión que el sabio asume en el
diálogo platónico es hablar de quienes sí caben —los ciudadanos, los filósofos, los
políticos—, pero hacerlo como desde fuera, desde algo parecido a otra dimensión, a la que llama justamente no-lugar, que es el lugar de quienes han decidido
excluirse —los poetas, los simuladores, los sofistas— porque han tomado conciencia de que no hay sitio para ellos en la organización de la polis.
Emmanuel Levinas usa el concepto de no-lugar de maneras distintas. En una
de sus lecturas talmúdicas (Levinas, 1997 [1969]) lo hace en un sentido parecido
al propuesto por Augé, cuando habla del café como un «no-lugar para una nosociedad, para una sociedad sin solidaridad, sin mañana, sin compromiso, sin
intereses comunes, sociedad del juego» (44). En otros escritos, en cambio, Levinas (2003 [1978]) emplea esa misma categoría para hablar de la experiencia de
pérdida de lugar propio que supone el encuentro y el descubrimiento del Otro.
Salida del lugar de uno, del aquí propio, para entrar en un campo no rotulado en
que solo cuenta el Deseo del Otro, un espacio ajeno a lo familiar en que toda
certeza que diluida por una cercanía cuestionadora de ese Otro. «La proximidad
no es un estado, un reposo, sino que es precisamente inquietud, no-lugar, fuera
del lugar del reposo que perturba la calma de la no-localización del ser que se
torna reposo en un lugar; por tanto, siempre proximidad de un modo insuficiente, como un apretón» (142). En otras páginas, Levinas (1995 [1976]) se refiere al
extrañamiento del yo soy, salida de si para ir a parar a un no-lugar inmaterial pero
presente, el desplazamiento al cual exige trascender la naturaleza y el ser, separarse de uno mismo, superar los propios confines. Ansia de lo absolutamente Otro,
que no conoce lugar y que no puede habitarse sino con insatisfacción, inconformidad y exigencia de crítica. La responsabilidad para con el Otro en el lugar en
que se coloca el no-lugar de la subjetividad, «allí donde se pierde el privilegio de
la pregunta dónde» (52).
El no-lugar funciona en la filosofía de quien fuera tan cercano personal e
intelectualmente a Levinas, Maurice Blanchot (1990 [1983]) como un espacio en
blanco vertiginoso en el que se precipita quien se atreve a superar ciertos límites.
Uno de ellos es el de la Historia entendida como articulación de advenimientos y
acontecimientos, una historia «secreta» ajena a toda linealidad, invisible, sin principio ni fin, rebasada por un desconocido que exige conocerlo todo, ávido por
«designificar», que es dar con otro sentido, con otra historia que reclamaría «el
vacío de un no-lugar, una carencia en la que se echa en falta a sí misma: increíble
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porque está en falta con relación a toda creencia» (120). El otro no-lugar es ese
tan intenso en que zozobramos cuando intentamos superar el absoluto hegeliano,
ese no-lugar la intensidad del cual nos predispone «para una muerte —muerte de
lectura, muerte de escritura— que deja a Hegel vivo, en la impostura del Sentido
que ha cumplido» (47).
Existen otras acepciones de ese espacio metafísico por excelencia que es el nolugar que lo entienden como ni exterior ni interior, sino en otro sitio que no es
ningún sitio y en el habita tan solo el pensamiento. De ahí la pregunta central que
Hannah Arendt (1984 [1978]) se formula, titulando el capítulo IV de La vida del
espíritu: «¿Dónde estamos cuando pensamos?». Por definición, el pensar implica
una retirada, aunque sea momentánea, del mundo, un mundo que ha perdido
durante ese lapso su significado y su peso, que ha quedado en suspenso. Lo que
cuenta cuando pensamos son las destilaciones que lleva a cabo el espíritu en una
actividad que se ocupa no de lo presente sensible, sino de lo ausente. Esos exudados no son otra cosa que lo que en otro momento hubiéramos llamado esencias y
que son ilocalizables porque están al mismo tiempo en todas partes y en ninguna,
es decir en un ningún lugar (229), equivalente a lo que otros autores estamos
viendo que llaman no-lugar.
Ese ningún sitio en que se está cuando se piensa había sido concebido por una
larga lista de metafísicos desde Sócrates y acaso vertebra todo el pensamiento
oriental, pero también lo conoce el lenguaje popular español, cuando localiza ese
lugar ninguno en un paraje imposible al que atribuye nombres tales como Babia o
la Luna de Valencia, y que señalan la desubicación de quienes están ausentes estando, puesto que se hallan en ese otro sitio al que se va o en el que uno se queda
cuando está pensando. Pero también lo encontramos en otras percepciones, como
las que Clément Rosset (2011) atribuye al lugar del deseo en su ensayo sobre el
cine de ciencia-ficción, que está en otro sitio que es su propia ausencia, denegación de cualquier realidad que reside en otros mundos que no caben en este y a
los que una y otra vez viajamos sin movernos. Quizás, en general, el no-lugar sea
ese cualquier lugar en el que se quisiera estar, que es un cualquier lugar que no sin
estar aquí no está en ningún allí, como Baudelaire (1987 [1867]) en aquel breve
poema en prosa, «Anywhere out of the world»: «A mí me parece siempre que
siempre estaré bien donde no estoy, y ese asunto de mudanza es uno que estoy
discutiendo constantemente con mi alma» (178).
En una dirección parecida, una acepción a considerar sería la del propio Michel de Certeau antes de la que él La invención de lo cotidiano. Es el Certeau místico, jesuita que, en su teología del lugar, encuentra en el no-lugar un concepto
adecuado para indicar un lugar que no puede ser indicado, pero que está o al que
se llega más allá o antes de toda geografía. Lo hace en sus comentarios sobre la
espiritualidad de San Ignacio de Loyola, que surge de un no-lugar que resulta de
«abrir un espacio al deseo, de dejar hablar al sujeto de deseo, en un lugar que no
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es un sitio y que no tiene nombre», principio complementario y aparentemente
contradictorio de toda la topología ignaciana, que es la condición de su funcionamiento, «un lugar, designado “el fundamento”» (Certeau, 2007a [1973]: 210). En
su angeleología, Certeau se fija en cómo la representación del ángel, a partir del
siglo XIV, lo concibe como «una utopía de perfección, un lugar/no-lugar de sentido y de verdad que se opone a los avatares y las contingencias», como personificación de la Idea platónica (1984: 10). Al reflexionar a propósito de las vidas de
santos, Certeau (2006 [1975]) reconoce que estas recogen dos tipos de itinerarios
y dos tipos de topografías. Unos son físicos, visibles, se producen como recorridos y altos. Los otros son edificantes e implican el desplazamiento hacia un dentro que es, en efecto, un no-lugar, puesto que es «un exterior que se realiza al dar
con un interior». Encontrar sentido —«producirlo», dirá Certeau— es dar «con
un lugar que no es tal», un lugar espiritual, que es un «más allá», ni otra parte ni
el sitio en que el santo se encuentra, un punto sin dimensiones en que se produce
«el desvanecimiento del individuo detrás de una combinación de virtudes destinadas a la manifestación del ser», que «proporciona aporta la “moraleja” de la
hagiografía: una voluntad de significar, cuyo no-lugar es un discurso de lugares»
(292). En un momento todavía más previo de su obra, podía ser más explícito en
la intuición insinuada: está hablando del corazón, al corazón del hombre y el
corazón de Dios, que es el «más allá de todo lo real, la marca indefinible de un
corte, el no-lugar de todo lugar» (Certeau, 2007b [1973]: 210).11
Después de la publicación y el éxito del libro de Marc Augé, su acepción de
no-lugar acabó imponiéndose hasta convertirse en lo que es ahora —y la etimología del término cobra aquí literalidad—; un tópico. Lo cual no quiere decir que
los no-lugares no hayan continuado siendo, para algunos autores, algo más que
una figura recurrente para hablar de sitios anodinos y mantuvieran su sentido
como lugares que existen, puesto que hablamos de ellos, pero que están fuera de
las coordenadas espaciales y temporales, es decir que no están. Así, por ejemplo,
Slavoj ™iÆek (2003 [1994]) identifica como no-lugar el panóptico tal y como lo
entendía Michel Foucault en Vigilar y castigar, es decir como matriz estructurante que da coherencia al conjunto de todas las relaciones sociales, cualquiera que
sea el ámbito en que se produzcan y que, aunque no se encuentra en ningún lugar
de la «realidad», la organiza (294-295). El no-lugar también ha aparecido como la
manera de presentar la lógica espacial que produce el texto poético, como propone Michael G. Kelly (2008: 172-248) en relación con la obra de Segalen, Bonnefoy
o Daumel, la negativización del lugar que Georges Didi-Huberman (2001) establece como principio artístico, aplicándolo al caso de las deslocalizaciones de Claudio Parmiggiani.
A veces, el no-lugar, escapando de las réplicas a su lectura por Augé, ha podido ser una manera de definir la concepción de espacio a la manera como lo habían hecho Georg Simmel (1977 [1908]), que entendía el espacio como «posibili252
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dad de la coexistencia» (vol. 2, p. 646), o Heidegger [2003 [1969]), cuando entendía el «espaciar del espacio» como apertura libre y abierta a todo asentamiento o
congregación, es decir a devenir lugar, puesto que el lugar es el acaecer del espacio o el espacio acordado. «Espaciar es libre donación de lugares», nos dice (p.
127). De ahí esa forma de entender el no-lugar que hace suya Zygmunt Baumann
(1996) para nombrar esa escena que es la propia sociedad moderna, ese desierto
o nada «que espera convertirse en algo, aunque sea por un momento; de la insignificación a la espera de un significado, aunque sea pasajero; del espacio sin contornos, dispuesto a aceptar cualquiera que se le ofrezca, aunque sea hasta que se le
propongan otros; de un espacio sin las cicatrices de surcos pretéritos, pero fértil
de expectativas de cuchillas afiladas; de tierras vírgenes aún por arar y cultivar; de
la tierra del perpetuo comienzo; del lugar no-lugar cuyo nombre e identidad son
los del aún no» (pp. 45-46).
3. El no-lugar en algunas fuentes
Todas estas acepciones del no-lugar, distintas de la propuesta por Augé, que coinciden en entenderlo como inexistencia o ausencia de lugar son por fuerza deudoras del no-ser que, en El sofista, Platón (2000) identifica con el tó héteron, la noidentidad, la alteridad, lo diferente, todas las demás cosas. De acuerdo con ello, el
no-lugar, como el no-ser platónico, sería lo que falta al lugar de sí mismo y no
implica contrariedad —lo no-bello no es lo feo—, sino complementariedad ilocalizable. En efecto, el no-ser no significa lo contrario del ser, sino solo lo otro que
aquel, ese lo otro cuya naturaleza se ha demostrado que está entre los seres. El
Extranjero le explica a Teeteto «El “no” colocado antes hace alusión a algo diferente de los nombres que siguen, o más aún, de los hechos respecto de los cuales
se colocan los nombres pronunciados después de la negación» (448). Cada cosa
que existe es, al mismo tiempo, todo lo que no es, puesto que todo ser participa de
lo que no es, su propio no-ser. Gilles Deleuze (2002 [1968]) le dedica una reflexión a ese concepto platónico: «El ser es también no-ser, pero el no-ser no es el
ser de lo negativo, es el ser de lo problemático, el ser del problema y de la pregunta. La Diferencia no es lo negativo, por el contrario, el no-ser es la Diferencia»
(112). No es negación, sino «afirmación múltiple». De acuerdo con ese sentido
del no-ser, el no-lugar nombraría lo que está sin tener lugar, lo que podría estar o
está en secreto, pero también lo que lo traspasa sin quedarse ni reconocerse en él.
Platón (1997) nos brinda en el Timeo otra visión del no-lugar en su idea de
khôra como una región ni sensible ni inteligible «que no admite destrucción, que
proporciona una sede a todo lo que posee un original, captable por un razonamiento bastardo sin la ayuda de la percepción sensible, creíble con dificultad»
(97: p. 204): khôra, que indica un espacio indeterminado y sin dimensiones que
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precede necesariamente a la organización espacial del mundo, de cuyos elementos es receptáculo inicial desde el que se seleccionan y distribuyen. Khôra es un
no-lugar, en el sentido de lugar imposible donde están todas las otras cosas que
no están, tal y como Heidegger (2000 [1935]) apuntaba al detenerse en ese concepto platónico. Cada cosa ocupa su lugar, pero para que eso ocurra es indispensable que exista algo así como un cubículo o recipiente —los griegos no conciben
la idea de espacio abstracto como ámbito para la potencial radicación de lugares;
solo existen los lugares, no el espacio que ocupan; en abstracto, es decir más allá
del lugar que los cuerpos y las cosas ocupan— que esté libre, disponible, y sea
anterior a los cuerpos y las cosas que lo van a tomar. Ese «espacio» —khôra— no
puede parecerse a nada de lo que pudiera aparecer en él, puesto que eso haría
irrealizable su capacidad de acoger un determinado objeto, al que, de estar previamente ocupado, no dejaría sitio. Khôra es, por tanto, esencia de lugar, una
esencia que exige la retirada o separación de todo lo singular justo para «dejar
lugar» o «hacer sitio» a las cosas que aparecen. A la idea de khöra Jacques Derrida
(1993) dedica un ensayo en que lo imagina como el espacio desde el que pensar el
espacio mismo. Para darnos una idea de khôra, Derrida (2000) lo describe como
la esencia impasible y totalmente heterogénea del lugar, «el lugar mismo, el lugar
de la exterioridad absoluta», un «espaciamiento que, no dejándose someter por
instancia teológica, ontológica o antropológica alguna, sin edad, sin historia y
más “antiguo” que todas las oposiciones, no se anuncia más que como “más allá
del ser”, siguiendo una vía negativa». Viene a ser una especie de desierto, un escenario sin referentes, puesto que «no es nada: el lugar de una restancia infinita, un
inmemorial desierto en el desierto, impasible, sin rostro, completamente otro»
(35; las cursivas son suyas).
También cabe recordar que el no-lugar es una categoría cuya génesis es inseparable de la geometría barroca, como Jean Duvingaud se encargaba de recordar
explícitamente. En efecto, para Descartes, la materia no puede concebirse en y
por ella misma, puesto que su textura es reconocida por algo que le es extraño y
que no es sino el entendimiento, esa entidad que vive emboscada en el interior de
cada cual y que nos permite reconocer cualidades del mundo de las que ya sabíamos algo antes de que nos fuera dado experimentarlas. Ese dispositivo del conocimiento es un locus privilegiado en la apreciación de la realidad extensa, pero
que esta no contiene y que es la raíz misma de toda metafísica, una raíz que no se
hunde en ningún sitio, ni tampoco está en nosotros, sino que actúa a través nuestro (Vaquero, 2009). Es lo que constituye para Descartes (1983) ese no-lugar del
espíritu desde el que se suscitan todos los lugares del mundo y que es una «sustancia cuya única esencia o naturaleza no es sino la de pensar, y que, para existir,
no tiene necesidad de ningún lugar» (72). Así, toda operación geométrica realiza
y demuestra figuras que antes había presupuesto en ese espacio que no está, puesto que no es sino el movimiento mismo de la razón.
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MARC AUGÉ. SUEÑO Y POTENCIA DE LA ANTROPOLOGÍA
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Por último, bastantes de las ideas de no-lugar recogidas responden de algún
modo a la definición kantiana de espacio abstracto o espacio puro, entendido como
aquel en el que, en última instancia, todo movimiento puede ser pensado. Para
Kant (1978), en efecto, el espacio abstracto o puro no es un concepto sino un a
priori de cualquier forma de sensibilidad o percepción del mundo exterior. Escribe Kant: «El espacio es, pues, considerado como condición de posibilidad de los
fenómenos, no como una determinación dependiente de ellos, y es una representación a priori en la que se basan necesariamente los fenómenos externos» (68).
La noción clásica de no-ser —y por extensión, de no-lugar— como todo lo otro se
reconoce en ese espacio que Kant supone como virtualidad pura, lo que se traduce en una regla universal y sin restricción: «Todas las cosas, en cuanto fenómenos
externos, se hallan yuxtapuestas en el espacio» (72). En paralelo, tenemos otra
teoría no menos nodal en Kant: la del ser como posición. «Ser no es un predicado
real, es decir el concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es
simplemente la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí» (504).
Este postulado no aparece solo la Crítica de la razón pura. Casi veinte años antes
lo podemos encontrar en El único fundamento posible de una demostración de la
existencia de Dios (Kant, 1989), aunque sea invirtiendo los términos de la ecuación: «El concepto de posición es absolutamente simple, y se identifica con el
concepto de ser en general». Decir de algo que es, que ha sido o que será se transforma en los locativos estar, haber estado o ir a estar. La percepción del ser, su
existencia, se identifica con un acto de localización. La teoría según la cual el ser
solo puede concebirse como posición lleva a inferir el no-ser como no-posición
o, si se prefiere, lo que es lo mismo: dis-posición, apertura, expectativa ante lo que
en todo momento podría ocurrir, es decir hacer acto de presencia.
Llega a su final este breve balance, que, sin pretensiones de exhaustividad, ha
intentado dar cuenta de alguno de los usos de un concepto al que la preponderancia de la lectura propuesta por Marc Augé ha privado de su polisemia. Seguramente es al propio Augé a quien más contraría que se le atribuya la generación de
un concepto del que él mismo se encarga de subrayar su preexistencia y es probable que no le parezca mal la iniciativa aquí planteada de rescatar el no-lugar del
montón de afirmaciones triviales sobre el mundo contemporáneo al que ha ido a
parar y mostrar la versatilidad de su usufructo como concepto. Se ha querido
poner de manifiesto cómo, más allá de su virtud para nombrar espacios sin emoción ni identidad, los no-lugares han servido a otros para cultivar una especie de
topopoética, una geografía de lo invisible y lo posible, un sistema cartográfico al
que incorporar comarcas sin marcas en las que residen el infinito, lo absoluto, la
nada, el deseo o Dios, habitantes de mundos a los que solo acceden, aunque sea a
veces, la inteligencia y la imaginación.
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1. Desde esa perspectiva, el mundo entero se habría convertido en un no-lugar, sometido como está a
dispositivos de poder y explotación deslocalizados e indefinidas. Así, por ejemplo, en una obra tan determinante como Imperio, Antonio Negri y Michael Hardt (2016 [2000]) emplean recurrentemente el con252
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cepto de no-lugar para referirse a ese espacio al que todos los lugares han ido a subsumirse. Y lo hacen
tanto para referirse a las nuevas formas planetarias de soberanía, dominación y abuso laboral —el Imperio
mismo sería un no-lugar— (208-236; 376-380), como estrategias de resistencia y creatividad no menos
universales, que darían pie a un «republicanismo posmoderno» (230) que no dejaría ser también un nolugar desde el que asumir una tarea: «la construcción de un nuevo lugar en el no-lugar; la construcción
ontológica de nuevas determinaciones de lo humano» (240).
2. Interesante la fórmula «no ha lugar» —en francés non-lieu— que la terminología jurídica emplea para
expresar que no corresponde iniciar o proseguir un proceso judicial. Recuérdese cómo Louis Althusser (1992)
le concede un papel protagonista a la resolución de no ha lugar que sobreseyó su causa y le envío a un centro
psiquiátrico y cómo repite que es ese silencio que le impuso la decisión judicial lo que le animó a escribir El
porvenir es largo como la declaración que nunca tuvo que deponer ante un tribunal (29-46 y 241-316).
3. En oposición no excluyente, como Marc Augé se ocupa de remarcar. Lugar y no-lugar se imbrican y
confunden constantemente y mantienen una relación comparable a la de las capas que componen un palimpsesto (84).
4. Así, por ejemplo, Martin Heidegger (1979 [1929]: 123-128) se refería a la no-verdad no como la mentira,
sino como la ocultación o el error, la parte no desvelada de la totalidad del ente.
5. Se ha seguido el criterio general de mencionar las obras en su idioma original solo si no existe traducción al español, al margen de cuál sea la edición empleada para la bibliografía.
6. Todas las traducciones son mías.
7. Ese acento en el paso por los lugares como producción discursiva de no-lugares lo repite Certeau para la
literatura, cuyo no-lugar es el transcurso «por el no lugar del papel» (148). Luego menciona a Jarry, Duchamp, Kafka y Roussel como generadores de comedias de desnudamientos y torturas, relatos «autómatas» de defoliaciones del sentido, locuras teatrales de rostros «descompuestos», que expresan el no-lugar
del acontecimiento, o un «acontecimiento que no tiene lugar» (163). Más adelante se detiene en otro ejemplo tomado de un autor y una novela: Daniel Defoe, que «se desterritorializa, al oscilar en un no lugar
entre lo que inventa y lo que altera» (186), y una novela, Robinson Crusoe, que, en 1719, ya indica un «no
lugar (una huella que muerde los bordes)» (168).
8. Se está sosteniendo una identificación, o cuanto menos una analogía, entre los non-sites de Robert
Smithson y los non-lieux de la tradición intelectual francesa, por mucho que la traducción inglesa de este
concepto sea en todos los casos non-places. No obstante, ese presupuesto ha sido discutido y ha habido
consideraciones críticas sobre la homología entre sitio y lugar a propósito precisamente de la obra de
Smithson y su sentido como no-lugar (Cauquelin, 1999).
9. La creación procura precedentes y paralelos interesantes de esa percepción trastocada de un lugar que lo
convierten en no-lugar, a la manera del que proponen Alain Resnais y Margerit Duras en la película Hiroshima mon amour (1959), cuando hacen que las calles por las que pasea de noche su protagonista en la
ciudad destruida por la bomba, se conviertan en calles de otra ciudad, Nervers, en Francia, como si un
escenario se desdoblara en otro. Otro o ninguno, como le ocurría a Quinn, el protagonista de uno de los
relatos de La trilogía de Nueva York, de Paul Auster (1996 [1985]), que amaba caminar por las calles de su
ciudad convertidas para él en un «laberinto de pasos interminables», en el que podía vivir la sensación de
estar perdido, de dejarse atrás a sí mismo: «reducirse a un ojo», haciendo que todos los lugares se volvieran
iguales y se convirtieran en un mismo ningún sitio (10). Algo parecido en el intento de Georges Perec
(1975) por agotar la Place Saint-Sulpice de París, cuando se fija durante uno o dos minutos en un punto
cualquiera y puede, sin esfuerzo, imaginarse que está en Étampes o en Bourges, «o incluso en alguna parte
de Viena (Austria) donde por lo demás nunca he estado» (59).
10. Algo que el propio Lévi-Strauss (Benoist y Lévi-Strauss, 1981) reconoce en el caso de la identidad,
indispensable para pensar, pero que no es nada en realidad, una especie de centro vacío al que le corresponde no importa qué contenidos. La identidad, así, «se reduce menos a postularla o afirmarla, que a
rehacerla, a reconstruirla» (368).
11. Michel Serres (1991) también se refiere al espacio que ocupa Dios como «no-lugar ausente y alto» al
lleva el vagabundeo del alma desde el lugar en que está, su estar-allí (63).
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